28 de maig 2006

Roberto Benigni

EL PAÍS, 28.05.2006

¿Por dónde andas, querido lector? Déjate ver


El Talmud empieza en la página dos para indicarle precisamente al lector que incluso cuando haya terminado de leerlo no habrá comenzado aún. Y Maquiavelo nos dice: hay personas que lo saben todo, pero eso es lo único que saben. Entonces, ¿para qué leer? Pues porque acaso en el mundo, como en los cuentos de hadas, quede alguien que haga algo que nos enseñaron cuando éramos muy pequeños y que todos hemos olvidado.

¡Que Dios te bendiga, querido lector! Pero ¿quién eres?, ¿por dónde andas? ¡Déjate ver! Tú quizá estés leyendo ahí, tranquilamente, sin darte cuenta de tu unicidad. Definitivamente, los escritores son ya más numerosos que los lectores y dentro de poco será el escritor quien le pida un autógrafo al lector, decía Shane hace ya mucho tiempo. Pero ahora sólo ha quedado un lector: tú. ¡Que Dios te guarde! Borges decía: que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer. Otros tiempos.

Y es que ya no lee casi nadie. Ni siquiera los críticos, quienes sostienen que si leyeran un libro para reseñarlo después, ello podría alterar su juicio y hacer que se sintieran condicionados por lo que leen, así que, en definitiva, no podrían escribir lo que quieren porque ellos también, como es lógico, lo que quieren por encima de todo es escribir y no leer. Tal vez porque estamos hechos a imagen y semejanza de nuestro Creador. Y lo cierto, efectivamente, es que ni el Padre eterno se ha leído jamás libro alguno, pero eso sí, ha escrito uno. En el que nos señala una infalible vía para vivir en paz. Y por cómo va el mundo podemos darnos cuenta, una vez más, de que nadie se lo ha leído.

Sí, es que ya no lee casi nadie. Ni siquiera los corectores de pruebas (y si correctores aparece escrito otra vez con una sola erre, será la mejor prueba de ello). ¡Así pues, amado lector, que Dios te bendiga de nuevo! Porque estás leyendo. ¡Y un guión, por añadidura! ¿Y qué es un guión? (*). El guionista es como el Espíritu Santo. Aquel que insufló en el alma del Señor todas las tramas, los enredos, los diálogos y se leyó la Eternidad para escribir después lo que el autor realizó en siete días. Y que desde entonces nosotros nos limitamos a repetir. Tal vez sea por eso por lo que ya casi nadie lee. Porque todo ha sido dicho ya. E incluso que todo ha sido dicho ya, ya ha sido dicho. No hay nada nuevo bajo el sol, decía el Eclesiastés.

De modo que quizá haya que ir a ver lo que hay encima del sol para encontrar alguna novedad. Pero es que la novedad, como dijo Prévert, es la cosa más antigua que existe. Pues intentemos renovarnos entonces con las vanguardias. Pero es que, como dijo Gore Vidal, en el mundo todo cambia excepto las vanguardias. ¿Y entonces? ¿Qué hacer?, como decía Lenin. ¡Caramba! ¡Es que no salimos de ahí! Me entran ganas de ponerme a imprecar y de gritar: "¡Mierda!", si no fuera porque me tocaría pagarle derechos de autor a Cambronne.

Pero tú, dichoso lector, que no tienes nada mejor que hacer, puedes creerme cuando te digo que este guión, como hijo de mi entendimiento, es el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de la naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. El autor sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo, que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será cuanto escribiere (Miguel de Cervantes, Don Quijote, I, Prólogo). Pensemos que el propio Picasso llegó a decir: "Yo no imito, copio".

Así pues, querido lector, disfruta de este maravilloso guión que, como toda obra de arte seria, narra la génesis de su propia creación, como dice Jakobson. Sí, porque nosotros también lo hemos copiado todo en este guión, escrito, como diría Vincenzo Cerami, a cuatro manos con Roberto Benigni. Todos nos hemos convertido en una especie de diosa Eco, aquella que era incapaz de hablar la primera, que no podía callar cuando se le hablaba, que sólo repetía los sonidos de las voces que le llegaban, según dijo Ovidio. De modo que tiene razón Karl Kraus cuando escribe: "¡Quien tenga algo que decir que dé un paso adelante y calle!". Y es el mismo Kraus quien sostiene que la lengua es un sistema de citas. ¡Y yo que lo estoy citando! Quisiera hacer lo mismo que Henry James, quien dijo esta maravillosa frase: mi mente es de una pureza tal que jamás la ha ensuciado una sola idea. También Walter Benjamin soñaba con publicar un libro enteramente compuesto por citas. "A mí me falta la originalidad necesaria", le contestó George Steiner. Pero a él también le hubiera gustado.

En efecto, inmediatamente después del creador de una buena frase viene, por orden de mérito, el primero que la cita. Y aunque haya quien pueda no estar de acuerdo con esta idea de Ralph W. Emerson, como por ejemplo Roland Barthes, cuando dice que no puede reproducirse lo que ya ha sido dicho sin experimentar cierta sensación de culpa, lo indudable es que la mera extracción de una cita, el contexto en el que la inserto, el sesgo que le doy, la transforma y hace que se convierta en mía, como ha observado Michel Butor. En caso contrario, ¿qué hacían autores como Paul Celan, quien dijo: "Jamás he sabido inventar"?

Y creo, querido lector, que estarás de acuerdo conmigo. Entre otras cosas, porque las objeciones nacen a menudo del hecho de que quien las aduce no ha sabido hallar la idea que se ataca. En efecto, yo no tengo nada que objetar a esta idea de Paul Valéry que acabo de exponer. Precisamente por eso, ni siquiera me roza la idea de tener ideas, porque, además de ser atacado, me colocaría en situación de ser citado, por citar un pensamiento de Jean Rostand. No, no, estoy de acuerdo con Morselli: sólo quiero saber lo que ya sé. Sobre todo porque estoy seguro de que si alguien dice hoy algo nuevo, eso quiere decir que lo habrá leído en alguna parte, según leí en un libro de Kraus.

De acuerdo, voy terminando porque no olvido lo que les dijeron los espartanos a los embajadores de Samos, tras pronunciar éstos un largo discurso: hemos olvidado el principio, de modo que no hemos entendido la conclusión. O eso por lo menos cuenta Plutarco. El lector me perdonará y quedará libre por fin para leer esta maravillosa historia en la que, como ha confesado el divo Eco a propósito de El nombre de la rosa, no hay una sola palabra que sea mía. Y con esto, querido lector, concluyo. Dios te dé salud y a mí no me olvide. Vale. Por cierto, esta última frase es, una vez más, de Cervantes (Don Quijote, I, Prólogo), citada por Stendhal en Rojo y Negro.


Roberto Benigni es cineasta italiano. (*) Este texto es el prólogo del guión de la película de Benigni La tigre e la neve, que ha sido publicado esta semana en Italia. El filme recoge en su desarrollo numerosas citas literarias. © Giulio Einaudi Editore S.p.a., 2006. Traducción de Carlos Gumpert.