09 de juny 2008

El buen libro de papel

José Antonio Millán, El País, 07/06/2008


Los libros son estupendos: es lo mejor que hay para leer, están bien de precio, no necesitan recarga, pasarán a nuestros herederos con nuestras anotaciones y subrayados y, cuando los sacamos de paseo, informan al universo acerca de nuestros gustos y aficiones, a través de sus cubiertas... Los metemos en nuestros bolsillos y mochilas, los zarandeamos en mudanzas, los dejamos caer al suelo inadvertidamente, y ahí están: siempre a nuestro servicio.

Pero... tienen un pequeño problema. Quiero releer el primer libro que me recomendó mi madre. O: se me antoja volver sobre ese interesante ensayista del XIX. O incluso: no leí en su momento el poemario de Fulano. Encontrar un libro de hace dos, cinco, veinte, cuarenta o doscientos años puede ser sencillamente imposible. A cambio, cada año hay decenas de miles de títulos nuevos, aunque: ¿cómo saber cuáles están destinados a ocupar un lugar en nuestro corazón? Y por último: ¿cuál de los muchos libros que no he leído, de cuya existencia incluso nada sé, es vital para mí...?

No: el libro no es un problema. Lo que es un problema es encontrar el que quieres (por un lado) y saber cuál de las centenas de millares, viejos y nuevos, que existen deberías leer (por otro). Es decir: el problema es una industria basada en la novedad y la circulación rápida. Cuando se habla de la muerte del libro en realidad se está hablando de la quiebra de ese sistema. Vamos a ver: ¿qué envidiamos más de ese e-book, su pantalla plateada o el hecho de que te puede traer en segundos el libro que quieres?

El libro del futuro, el que estamos construyendo hoy entre todos, nos promete lo mejor de los dos mundos: el flujo de informaciones instantáneas, y el antiguo y acreditado objeto-libro. Las hibridaciones serán múltiples, y las que voy a contar no son ciencia-ficción, sino realidades actuales. Como por ejemplo: libros desaparecidos que vuelven a la vida en tiradas de pocos ejemplares (impresión sobre pedido). Libros editados modernamente, localizables con toda facilidad en bases de datos. O libros del pasado accesibles en sitios web que agrupan a centenares de librerías de viejo.

Y los procedimientos para orientarnos en el espeso magma de lo no leído. Por ejemplo: libros tradicionales pero que también tienen su texto en la Web, de modo que cuando rastreamos un concepto nos los topamos en los buscadores. Lectores que etiquetan y comentan sus libros en sitios web colectivos para que otros los conozcan. Autores que exponen sus obras, y a veces sus procesos creativos, a la vista del público...

Borges imaginaba el paraíso bajo la forma de una biblioteca. Pero ¿qué es la biblioteca sino la promesa de una gigantesca reserva de libros y un orden para encontrarlos? En lejanos almacenes, en librerías de novedades y de segunda mano, custodiados en bibliotecas, o incorpóreos como arquetipos digitales listos para ser impresos esperan cientos de miles de libros, y hoy una red mundial de búsquedas y recomendaciones, como nunca ha existido, permite llegar hasta ellos.

Nos gustan los textos en la Red, adoramos los e-books. Pero para sentarse cómodamente y leer no hay nada como los buenos, los amigables libros de papel.

Y cada vez están más cerca.


11 d’octubre 2007

Kafka en Francfort

Pocas cosas estimulan más a un buen escritor que ser cuestionado, ignorado o repudiado en su país de origen. A veces pienso que el exilio, el monasterio, el calabozo o el desierto se inventaron para que los escritores pudieran defenderse de las maniobras y corruptelas de políticas sociales, literarias o lingüísticas. Franz Kafka, nacido en Praga, que hablaba y escribía checo en la intimidad, y había elegido el idioma alemán como lengua literaria, ¿era, entonces, un escritor checo, o bien un escritor alemán? Un hombre con la identidad dividida, como tantos escritores del actual mapa literario. Su peculiar y asfixiante mundo íntimo fue totalmente checo en contraposición al lenguaje novelesco alemán, idioma cuya claridad de pensamiento y rigor narrativo seducía a Kafka. Y, por supuesto, Kafka era además judío, y, también entonces, en Praga, un judío-checo de expresión alemana estaba doblemente aislado, era un judío entre los alemanes y un alemán entre los checos.

Siempre se sintió viviendo en un "gueto social y lingüístico, con muros invisibles", escribió. Y ni su muerte ni su fama eterna consiguieron que sus conciudadanos dejasen de proscribirlo. Marta Zelezná, de la Sociedad Franz Kafka, declaró hace seis años en la BBC, que la ciudad "tiene una relación ambivalente con su más famoso escritor. No es considerado 'nuestro escritor' porque era judío y escribía en alemán". Y según su biógrafo N. Murray, "en la edición checa de Quién es quién en la historia, su nombre no aparece. Y, algo todavía más inaudito, sólo ahora (2006) su obra completa se publica en traducción checa".

¿Será entonces Kafka un escritor alemán praguense? ¿Cómo diablos las nuevas normativas de los gobiernos nacionalistas, tan proclives a purismos y etiquetas, se atreverían a denominarlo? Dudo que a Kafka le preguntasen alguna vez por el motivo de que siendo checo, y hablase checo con fluidez, escribiera sus libros en alemán. Y si me apuran, peor aún: ¿le mortificaron constantemente con la pertenencia a una u otra cultura? ¿Qué si era más judío que checo, más alemán que judío? Unas singulares circunstancias lingüísticas configuraban la expresión específica del cosmopolitismo praguense. Como dice Ripellino en su Praga Mágica, la lengua checa soportaba un hormigueo de locuciones alemanas y, por otra parte, a pesar de las muecas desaprobatorias de los charlatanes puristas, "a menudo, un buen germanismo es hoy más checo que una frase checa antigua". Praga, como ahora Barcelona y otras ciudades multiculturales europeas, era un cruce de culturas diversas e imperiosas, con multitud de talentos en lenguas y perspectivas diferentes.

La Universidad de Praga, una de las más antiguas de Europa, estaba dividida en dos facultades: la checa y la alemana, y los sentimientos nacionalistas eran fuertes en ambas. Acaso para huir de la claustrofobia reduccionista, Kafka ingresó en un Club de Lectura de estudiantes alemanes con una excelente biblioteca. El checo, sin embargo, seguía siendo su idioma familiar y afectivo (le rogó a su amante Milena que le escribiera en checo porque de ese modo sus palabras le llegaban más adentro), hablaba un checo elegante y literario mientras dejaba que su literatura naciera y creciera en una lengua cada día conquistada. Es conocida la incertidumbre de Kafka en el empleo de la sintaxis y el vocabulario. Y cómo esta resistencia alimentó su genialidad literaria. Para decirlo rápido, explotó su condición de alemán praguense para escribir en un lenguaje único, exacto, vivido y altamente personal.

Pongamos que Kafka hubiera nacido en Cataluña y hubiese leído periódicos de Barcelona, y se hubiera relacionado con personas tan bilingües como él. Y hubiera escrito en un castellano barcelonés, genial e inimitable. Hablaría catalán (checo) y le interesaría muchísimo la lengua y la cultura catalana (checa). Sobre su escuela primaria había un cartel con este mandamiento: para un niño checo una escuela checa. Pero también le fastidiaba el amaneramiento de los alemanes de Praga porque usaban "un alemán inflado, retórico y cerrado", como apunta Wagenbach. Por su lado, según se atrevió a subrayar un crítico, los escritores praguenses, "más preocupados por salvar la lengua, cayeron en un frenesí literario, pero lo que hacían era empolvar y maquillar el pequeño mundo". Lo cierto era que, también por estas razones, Kafka no se sentía bien en Praga. Amaba Praga tanto como también la odiaba, lo que queda magníficamente retratado en sus novelas. La consideraba una ciudad provinciana. Y, sin embargo, tanto la vida como la obra del autor no serían la misma sin la idiosincrasia de esta ciudad, desde entonces la ciudad de Kafka. Porque, mal que les pese a algunos checos, la ciudad mágica no podrá disociarse nunca de la existencia de su autor "apátrido".

Pero imagínense, entonces, el gran dilema que representaría para la historia, y para la obra literaria de este "descatalogado" escritor, si al Kafka catalán/castellano o checo/alemán, se le discutiese su presencia o exclusión a la Feria del Libro de Francfort 2007, en el que el país invitado y festejado es Cataluña. Si vinieran los altos mandos patrióticos imponiendo la orden de que todo lo que en tiempos de Kafka se escribiera en alemán/castellano no merecería el derecho de formar parte representativa de una cultura checa/catalana y que debería ser discriminado. ¿A qué les recuerda esta clase de imposiciones de casta geográfica? Me pregunto si el país alemán, que ha tenido la gentileza de invitar al Kafka catalán barcelonés, conoce exactamente la realidad de la riqueza y cultura extraordinaria de la doble o múltiple cultura catalana, con dos lenguas, como mínimo, que se hablan, se escriben y, por fortuna, también se mezclan. De igual manera que ya no se puede concebir Praga sin Kafka, tampoco se puede concebir Barcelona sin su cultura de dos lenguas. Ya es sabido que es de políticos manipular con la mentira y de escritores como Kafka levantar verdades. Y siguiendo las directrices que ahora plantean políticos y gestores invitados a Francfort, ¿sería admisible dar la orden finalmente de que Kafka, al ser un autor "sin patria ni lengua propias ni definidas por los patrones de subvenciones culturales", el gobierno que hoy presumiera de representarlo decidiera proscribirlo junto a la lista de pequeños kafkas tan anómalos como el primero?

¿Qué diría Francfort si alguien se atreviese a calificar de impropio, antinatural y anómalo al escritor bilingüe Franz Kafka? Y, lo más importante: ¿qué diría Kafka? Ordenaría de nuevo que hicieran cenizas de su obra. Y, me temo, esta vez su ruego no sería desairado.

NURIA AMAT
, El País, 16/10/2006.

10 d’agost 2007

Tinieblas en el noroeste

El muy amado Juan García Hortelano nos contó que en algún momento de su agitada juventud tuvo trato con un grupo de bohemios adictos al coñac de garrafón, memoria viva del siglo XIX, los cuales, en una disputa sobre la antigua institución de las casas de lenocinio, alababan sobremanera los refinados centros catalanes, uno de los cuales, en el nacimiento de la calle Tapias de Barcelona, ofrecía tableaux vivants a la manera francesa, pero con desbordada fantasía sureña. Un conocedor afirmaba no haber visto en su vida espectáculo más lúbrico y depravado que el cuadro viviente titulado Manresa a les fosques (Manresa a oscuras), orgullo del local, pero cuando se le preguntaba en qué consistía el tal tablado, enrojecía, farfullaba y no encontraba palabras para describirlo, tanto era el complicado conjunto e interconexión de las diversas mancebas que hasta número de ocho intervenían en el mismo.

Algo similar ha sucedido en las últimas semanas en Barcelona y si bien no puede decirse que la población haya montado un cuadro viviente de supremo erotismo, sí cabe afirmar que la ciudad se ha convertido en una tenebrosa casa de putas (casa de barrets) en la que los ciudadanos hacían de espectadores atónitos, mientras los políticos, a modo de pupilas, se entregaban a las más inverosímiles y oníricas contorsiones. Días atrás pude ver por la televisión a uno de los hijos de Jordi Pujol, mozo que se adorna con patillas de boca de hacha que le dan un aire trabuquero (trabucaire), acusando con toda la razón del mundo a un tembloroso conseller ("consejero") de actuar como el jefe de una asociación de vecinos y no como responsable de la energía en Cataluña. Boquiabierto, el público admiraba las inverosímiles convulsiones del cuerpo de los diputados con iluminado horror.

En este particular Barcelona a les fosques que han vivido y siguen viviendo los vecinos de la ciudad que fuera bautizada por su ayuntamiento como la millor botiga del món ("el mejor establecimiento público del mundo") han ido apareciendo en su más cruel desnudez y en retorcidos números las capacidades imaginativas y morales de nuestros representantes.

Es de todo punto evidente que Barcelona no ha dejado de crecer a pesar de los esfuerzos de los partidos nacionalistas para que lo hiciera en dirección única: la de continuar siendo capital de un país molt petit ("un país pequeñito"), adecuado al talento y la voluntad de la elite dirigente nacional. Sin embargo, no cabe duda de que nadie les ha hecho el menor caso y el trabajo (mal pagado) de buena parte de la población ha creado una ciudad digna de Gargantúa. En este momento la densidad urbana es la propia de cualquier ciudad oriental, de ésas en donde toda actividad (con predilección por los entierros) concentra a cien mil varones aullantes unos encima de los otros tirándose de las barbas. El simulacro de que la corona de ciudades que rodea a Barcelona no tiene la menor relación con Barcelona, desmentido por millones de automóviles que entran cada día en la ciudad, ha colapsado la red de carreteras y ni siquiera los carísimos peajes (rotundo desmentido a la leyenda de la avaricia catalana) detienen el tsunami humano que trata de llegar a su trabajo cada mañana con la lengua fuera.

Comunicaciones, aeropuertos, electricidad, agua, red de metros, muelles y demás sistemas de circulación de mercancías calculados para un país enano y para una ciudad de misa de doce, dan risa o hacen llorar. Que de ello tenga toda la culpa el malvado y nunca bien definido "Madrit" no se lo traga ya nadie. Ni los secesionistas, desde que han abandonado sus pueblicos y han accedido a una información más rigurosa sobre cómo funciona una región europea. Eso no quiere decir que, en efecto, no haya habido una abulia inadmisible por parte de los ministros que se supone tienen a España entera en la cabeza. Me temo que la tienen por partes y según quién manda en presidencia. En todo caso, ahora es quizás un poco tarde y van a tener que detraer inversiones de todos los azimuts, como dicen nuestros vecinos, si no quieren que la cosa acabe con otro levantamiento de los segadores (els segadors) versión urbana y con botellón Molotov en lugar de la atávica hoz (falç) del himno nacional.

Dicho lo cual y en defensa de la verdad, añadamos que la otra parte de responsabilidad la tienen los políticos catalanes que desde hace treinta años están más preocupados por cómo se peina la gente y si respetan el modo catalán de dejarse flequillo que de las redes eléctricas o el transporte público. Todavía hoy un alcalde de pedanía puede detener un tendido de alta tensión, dos consellers una extensión de aeropuerto y tres diputados de la Generalitat colapsar la totalidad de las inversiones en infraestructuras. El actual Gobierno municipal está a punto de modificar por sexagésima vez el trazado del AVE antes de que llegue. Sin tapujos: en Cataluña no se sabe quién manda. Incluso es posible que no mande nadie.

Los lugares más o menos civilizados a los que nos comparamos constantemente hacen algo más que tener un rollizo club de fútbol. Tienen, por ejemplo, instituciones técnicas serias. Y las respetan. Me pregunto yo si buena parte de los desastres de la Barcelona a les fosques no será que los técnicos han dejado de tener la menor importancia para políticos y empresas y sólo se escucha con exquisita atención a los contables. Llámenlos jefes de marketing, si lo prefieren. En los países normales, una vez se ha escuchado a los técnicos y se conoce la mejor y más barata solución, los políticos están para tomar decisiones y ponerlas en práctica. Me pregunto yo si los políticos catalanes son capaces de semejante cosa. La imagen que dan es la de gente dubitativa, medrosa, influenciable, voluble, contradictoria, confusa y con muy poca autoridad. Todos acaban mascullando: "¿Y a mí qué me cuenta?, yo soy un mandao".

La falta de autoridad obedece a razones profundas. En los lugares civilizados a los que me he referido hay una jerarquía que se establece democrática, económica y socialmente. Luego todos tratarán de saltarse la línea de mando mediante sobornos, corruptelas, favores, amenazas o enchufes, pero por lo menos la cadena está clara. Vean si no estos días al fino Villepin declarando ante el señor juez o recuerden cuántos altos cargos de empresas colosales han mordido el polvo en los EE UU. En Cataluña nadie sabe quién manda y todos suponemos que basta una llamada de teléfono para que de la noche a la mañana se anulen planes, se desvíen trazados, se extiendan aeropuertos por lugares inverosímiles o surjan estaciones de metro en medio de la nada, como esos teatros nacionales construidos justamente donde no hay ni un miserable autobús. Yo he visto aparecer en la autopista AP-7, dirección norte, un aluvión de camiones desviados de Gerona por un alcalde listísimo y vomitados a la autopista justo cuando pasa de tres a dos carriles. Nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están, haciendo carreras entre ellos y adelantándose a 0,7 kilómetros por hora. Y todo para no incomodar a los gerundenses con sus ruidos y sus gases. ¡Quién tuviera a ese alcalde!

Si en lugar de construir un país feérico, en donde todo el mundo se parezca a Núria Feliu y a Lluís Llach, nuestros representantes decidieran construir un país real, es posible que se percataran de que una ciudad como Barcelona, en efecto, no puede tener al mando un jefe de asociación de vecinos, como dice tan acertadamente ese hijo de Pujol de vis agitanada. Para lo cual es esencial que se pongan de acuerdo sobre quién manda aquí. ¿Nosotros, quiero decir, los que pagamos? ¿Ellos, los que cobran? ¿La Caixa, Endesa, Telefónica, Iberia, y tutti cuanti? ¿Las inmobiliarias? ¿Los recaudadores de los partidos? ¿La prensa local? ¿Una docena de familias? ¿Los hijos y nietos de esas familias? ¿Woody Allen? Porque lo que hasta ahora llevamos de política catalana nos ha convencido de que quien no manda, pero es que absolutamente nada, es nuestro representante en esta tierra afamada internacionalmente por la invención del Manresa a les fosques. Y no manda porque carece de responsabilidad. Es decir, no se siente responsable de nada y tiene cara de a mí que me registren. Un irresponsable henchido de amor patrio, eso sí.

Félix de Azúa, a El País


21 de març 2007

La mala vida

En memoria de Josep Maria Huertas Clavería


A la Transición de hace treinta años le están saliendo las primeras canas y quizá por eso ya son múltiples las perspectivas posibles para hablar de ella. Cuando era una niña delicada y admirable apenas nadie discutía nada y la versión era oficial e incuestionable; cuando fue adolescente le salieron algunos descalificadores más interesados en su ruido propio que en argumentar sus descalificaciones (hablo de un mal libro con una idea central aprovechable, El precio de la transición, de Gregorio Morán) y ahora que ya es mayor deberíamos sentirnos con libertad para tratarla como una adulta porque lo es, porque como sujeto histórico ha desarrollado sus propios vicios y sus propias manías, porque el relato que la ha entregado ha heredado inercias indeseables y algunas de ellas directamente falsas. Los hábitos del lenguaje se pegan de mala manera a las cosas, incluidas las cosas históricas, y acaban deformándolas hasta que una nueva depuración o una dieta severa vuelve a describirlas con más exactitud.

Por lo visto, algunos estamos contando una versión de la Transición que no es la de toda la vida y también aquí pecamos de revisionistas y maniqueos. Se pretende que es desleal con el espíritu de la Transición rechazar el área semántica que suele aludir a ella en términos de concordia y reconciliación de los desastres de la guerra, o como el momento desde el cual ya no habría más vencedores ni vencidos. Pero si la Transición sigue contándose con ese lenguaje, la pregunta de emergencia es histórica: ¿Y dónde ha ido a parar la crueldad represiva del franquismo? ¿No estaba en medio de la guerra de ayer y del presente de 1978? A la vista del abuso de la derecha hablando así de la Transición, todavía hoy, uno tiende a pensar que salió tan rematadamente bien que entre todos nos hemos comido cuarenta años de dictadura franquista, de un tiempo histórico que machacó hasta la exasperación que el franquismo fue la victoria de unos sobre otros, que la reconciliación era plena y absolutamente inviable, que nada de lo que pudiera hacer sospechar que los vencidos tenían algo de razón pudiera ser de circulación pública.

Pero además esa definición hace caso omiso de lo esencial en la transición política: fabricar las garantías institucionales para abrir un sistema de participación democrática y libertades civiles que el propio franquismo, y no un mal hado o un aire malsano, había ignorado y combatido sin piedad hasta su mismo final. Si a esa etapa la llamamos Transición es precisamente porque designa el paso hacia un sistema democrático desde una dictadura sin paliativos, una dictadura armada y criminal, con gestores, políticos, administradores y jueces, pero sin partidos ni libertad de expresión ni de opinión ni de reunión.

La Transición en versión reconciliadora oculta en el fondo la realidad del franquismo vivido como experiencia represiva y en la forma un propósito mucho peor: la neutralización de las responsabilidades, la equiparación de culpas a la altura de 1975, 1976, 1977. Y esa sigue siendo una versión miope porque parece resignarse a dar por bueno el franquismo, como si hubiese sido apenas una mala costumbre más de los españoles. Pero es al revés: fue el franquismo el que tuvo que rectificar su posición equivocada porque era reo de culpa democrática y fue ese sistema el que había ejercido una victoria revanchista con abuso estructural de poder en todos los órdenes civiles, políticos e intelectuales. Así que no hay precisamente una gran dosis de gratitud alguna debida al régimen tras la muerte de Franco, como no fuese la comprensión tardía, lenta y hondamente reticente de la necesidad de crear un orden democrático. Concordia y reconciliación son, a lo sumo, los lemas para contar una transición cuando no era posible llamar a las cosas por su nombre, cuando necesitábamos muletas verbales para no decir lo que todos sabían y casi todos procuraron disimular con el fin de asegurar una base posible hacia la democracia: que al menos no fueran las palabras fuertes las que estropeasen un asunto tan complicado y no fuesen a excitar en exceso a los excitables militares golpistas de entonces. Veinte años después no cabe disimular que quien llevaba muy mala vida, necesitada de inmediata y urgente rectificación, era la dictadura franquista. Tuvo la fortuna de contar con la buena fe y las ganas de paz de la oposición democrática. Quien puso el perdón y la indulgencia, quien actuó con magnanimidad fue quien podía hacerlo: la oposición democrática no tenía el poder pero tenía la razón frente a quienes seguían sosteniendo con su esfuerzo, con su buen hacer, con su profesionalidad un tinglado oxidado y democráticamente inaceptable. Antepuso el perdón y la reconciliación a la verdad, y renunció provisionalmente al recuento histórico y documentado de las actividades y responsabilidades de quienes formaron parte de aquel poder, de sus jueces, de su corrupción constitutiva.

Pero haber obviado entonces esas cuentas, como se hizo razonablemente, es muy distinto de negarlas o seguir fingiendo que no existieron y que Fraga no fue nunca franquista, como él mismo decía hace poco, sino un mero colaborador accidental. A la Transición conviene dejar de disfrazarla puerilmente de concordia y reconciliación e ir identificándola como lo que fue: la victoria trabajada y muy tardía contra una dictadura de origen fascista y mentalidad nacional-católica, que fue saliendo de sus propias aberraciones con la ayuda de unos cuantos políticos de casa y con el empuje sacrificado y valiente de una escasa oposición democrática, marxista, democristiana, liberal o comunista. Esa oposición pasó de ser vencida y vejada por el franquismo a ser vencedora y cedió parte de su razón para construir la base de garantías de la transición. Sería alarmante descubrir ahora que aquella magnanimidad de las fuerzas de la oposición valió por una inaceptable absolución del franquismo. Que hayamos empezado a comprender las amargas patologías de la sociedad franquista no significa exonerarla de sus responsabilidades ni, desde luego, de buena parte de su enfermo legado.


Jordi Gràcia, a El País

28 de gener 2007

L'agent, l'éditeur et la dictature des «big books»

«Au cours des derniers mois, la presse française s'est particulièrement intéressée au rôle des agents littéraires. Tout d'abord lorsqu'il s'est trouvé qu'un agent avait été partie prenante dans la négociation de l'à-valoir considérable versé par Hachette à Michel Houellebecq (celui-ci est censé avoir touché environ 1 million d'euros pour La Possibilité d'une île publié chez Fayard en 2005, NDLR). Ensuite, dans la discussion avec Gallimard à propos du livre de Jonathan Littell. Aussi l'entretien accordé par Andrew Wylie au Monde des livres (6 octobre 2006) aurait-il pu être utile. Il offre certainement une description flatteuse de l'image que ce dernier voudrait donner de lui-même. Hélas, je ne pense pas que qui que ce soit dans l'édition new-yorkaise puisse croire un seul instant à cette autoglorification.

»Dans les dernières décennies, il y a eu d'excellents agents littéraires à New York. Des agents qui ont simultanément aidé les auteurs et les éditeurs à préserver les liens qui les unissent. Les éditeurs acceptaient de publier chaque nouvel ouvrage d'un auteur quelles que soient ses ventes potentielles. De leur côté, les auteurs et leurs agents acceptaient des à-valoir justifiés par ces ventes.

»Le contrôle croissant des conglomérats sur l'édition a conduit nombre d'agents à changer leur manière de travailler. Notamment en mettant en avant cet argument : si les très gros éditeurs étaient d'abord intéressés par le profit, pourquoi les auteurs ne le seraient-ils pas ? Fi des vieilles formes de loyauté : les droits de chaque ouvrage devaient être offerts à qui en proposerait le meilleur prix. Résultat : un petit nombre d'auteurs se sont vu offrir des à-valoir de plus en plus élevés - des sommes qui souvent n'étaient pas couvertes par les ventes. Andrew Wylie a contribué à ce processus en amenant des auteurs littéraires comme Philip Roth - l'homme a en effet très bon goût, cela personne ne le nie - à quitter leur éditeur de toujours pour rejoindre le plus offrant.

»La conséquence de cette façon d'agir a été extrêmement préjudiciable à la fois aux éditeurs et aux auteurs. La polarisation qui existait déjà entre les best-sellers et les autres titres s'est considérablement accrue. Toutes les grosses maisons se sont mises à dépendre des quelques livres qu'elles étaient susceptibles, sinon forcées, de surpayer. Ce qui signifie que leurs budgets se sont considérablement réduits ou du moins qu'il leur reste très peu d'argent pour tous les bons livres qui ne deviendront pas forcément des best-sellers. Les librairies croulent sous les livres achetés à grands frais au détriment des autres - même si, comme le souligne Wylie lui-même, une énorme avance ne garantit pas forcément un succès commercial. Les éditeurs les plus cyniques n'hésitent pas à laisser tomber un titre cher qui ne remplit pas ses promesses. Même les auteurs dont le succès n'est pas tout à fait à la hauteur de l'avance accordée deviennent soudain moins attrayants aux yeux des éditeurs, ce qui n'aurait pas été le cas si leurs exigences de départ avaient été moindres. Quant aux agents, eux aussi ont fini par se focaliser sur les "big books", montrant beaucoup moins d'intérêt pour les livres plus modestes et de qualité. Il est beaucoup plus facile de décider que le prochain Philip Roth vaudra très cher que d'essayer de découvrir ses successeurs potentiels. Et nombre d'éditeurs new-yorkais ont vu Andrew Wylie "débaucher" des auteurs en leur faisant miroiter de plus gros à-valoir mais qui n'ont pas eu d'impact sur le volume de leurs ventes.

»L'exemple de Michel Houellebecq montre que cette manière de travailler gagne la France, même si, heureusement, il y a encore peu d'agents en France et moins encore d'agents souhaitant suivre la voie de Wylie. En l'occurrence, Hachette, le plus gros enchérisseur, a consenti une avance exceptionnellement élevée selon les standards français. L'acquisition des droits a été annoncée par Arnaud Lagardère lui-même et non par l'éditeur de Houellebecq. Comme on pouvait s'y attendre, les attentes, qui étaient fortes, furent déçues. L'auteur, qui est passé d'un éditeur à un autre, a certainement ressenti cette déception. Et désormais, si le modèle américain continue à s'appliquer, chacun de ses nouveaux livres devra être remis en jeu auprès de la collectivité des éditeurs, le problème étant que le nombre d'enchérisseurs potentiels est bien moindre à Paris qu'à New York.

»Cela ne veut pas dire que les agents ne puissent pas utilement défendre les droits de leurs clients. Un agent "classique" comme Georges Borchardt - qui a représenté à New York un grand nombre de très bons auteurs français - se prévaut moins des avances obtenues que des ventes réalisées. Un exemple : à l'origine, une seule maison était preneuse de La Nuit d'Elie Wiesel, qui s'est vendu quelques centaines de dollars seulement. Aujourd'hui - et grâce notamment à son passage dans l'émission télévisée d'Oprah Winfrey - le livre a dépassé le million d'exemplaires vendus.

»La controverse autour du contrat de Jonathan Littell montre également que les agents ont souvent tendance à se réserver les droits étrangers d'un auteur - et cela bien que, en Amérique comme en Angleterre, un éditeur ne touche que 20 % à 25 % sur une cession de droits à l'étranger, contre 50 % environ en France. L'avenir dira si les éditeurs français pourront continuer indéfiniment à prélever une part aussi disproportionnée sur les revenus des droits étrangers de leurs auteurs.

»Globalement, en France comme aux Etats-Unis, les éditeurs affrontent les mêmes problèmes - des problèmes aggravés dans les deux pays par l'accent mis sur les best-sellers, avec comme conséquence les contraintes pesant sur les livres moins médiatisés et souvent plus intéressants. Comme j'ai tenté de le montrer dans Le Contrôle de la parole, les mutations du monde de l'édition sont encore amplifiées au niveau de la vente : les grandes surfaces, souvent encouragées par les éditeurs eux-mêmes, y réalisent l'essentiel de leur chiffre d'affaires avec un petit nombre de best-sellers. En Amérique, où la loi Lang n'existe pas, la part de marché des librairies indépendantes n'est plus aujourd'hui que de 18 % à 19 %.

»Ces déséquilibres seraient encore accentués si tous les Wylie du monde étaient amenés à jouer en France un rôle important. Réjouissons-nous cependant : pour l'instant du moins, cette difficulté supplémentaire ne semble pas clairement à l'ordre du jour.»
André Schiffrin

André Schiffrin est l'auteur de L'Edition sans éditeurs (La Fabrique, 1999) et Le Contrôle de la parole (La Fabrique, 2005). Son prochain ouvrage, Paris/New York, Aller/Retour paraîtra au printemps aux éditions Liana Levi.

Le Monde des Livres, 18.01.07

22 de gener 2007

Pim...

Una lliçó ben apresa

«NO sembla cap mal plantejament ni un punt de partida insensat que Hèctor Bofill (Badalona, 1973) busqui la pràctica d’una literatura que eviti la senzillesa, que no estigui endolcida sentimentalment, que se centri en la creació d’un debat intel·lectual i que il·lumini la reflexió i el pensament. A l’altra banda de l’encanteri argumental basat en una concentració irònica de gràcies i acudits, a L’últim Evangeli —una novel·la que participava tant de les regles de la ciència-ficció com de la imaginació utòpica— va voler fixar, sense gaire encert, una poètica on el nucli bàsic es localitzava al voltant de l’aventura col·lectiva, el compromís cívic i els avatars, entre el coratge i la covardia, de la forja dels orígens d’una comunitat. A Neopàtria desapareix l’escenari futurista del segle XXVI, s’elimina la temptació de sobtar el lector amb el relat d’uns episodis narrativament foscos justificats pels alts secrets d’estat i els enigmes de l’espionatge i, amb les claus de la política-ficció, i sense renunciar als conceptes bàsics que alimentaven el títol anterior, Bofill s’embarca en una novel·la on l’eix principal es troba en la declaració de la sobirania del País Basc després d’haver-se produït un macroatemptat durant la celebració d’una conferència internacional a Barcelona. Aleshores intervé l’exèrcit espanyol, hi ha l’ofensiva basca, els passatges on Bofill es recrea en la descripció dels moments bèl·lics, la voluntat de pactisme entre els polítics a la recerca d’un govern de coalició, la crítica cap al conformisme dels polítics catalans a l’hora d’enfrontar-se als designis de Madrid i, sobretot, les peripècies que viuen els personatges protagonistes vinculats en una operació de tràfic d’armes a favor dels rebels, i que és el nucli que pretén vertebrar la novel·la.

Però de la mateixa manera que, a L’últim Evangeli, la trama cívica es complementava amb l’anecdotari sentimental d’una història d’amor a la deriva, i que no feia res més que enfosquir la història, a Neopàtria no són poques les pàgines destinades a explicar els infortunis personals i sexuals d’un dels personatges implicats en el tràfic d’armes, i que no fan res més que engruixir el text i aportar uns moments d’una enorme comicitat involuntària. No s’acaba de veure clara la necessitat de fer conviure en una mateixa novel·la els dos fils argumentals perquè un impedeix la fluïdesa de l’altre, sense que en cap moment es tingui mai la certesa que caminin amb un ritme harmònic. Amb el que sí coincideixen és amb la fragilitat de la versemblança, i no perquè es vulgui treballar fantàsticament amb la realitat històrica ni perquè les proeses o les adversitats sentimentals dels protagonistes prenguin un rumb forassenyat, sinó pel to de les diverses veus narradores que s’alternen durant el desenrotllament de l’acció, propenses en tot moment a l’art de contemplar-se l’exhibició d’una suposada intel·ligència i cultura, a la recerca sempre de la sentència memorable i de l’exquisidesa intel·lectual, a favor sempre de l’alta cultura i contra el costumisme sense adonar-se que aquest hi pot aparèixer tant si es descriu un paisatge de barraques com una festa glamurosa amb poetes com a convidats d’honor i amb escultures damunt de pedestals. Més enllà dels episodis on el que es vol fer triomfar és la violència, amb uns resultats estètics que no acaben de convèncer gaire perquè fa l’efecte d’observar la descripció de les imatges d’un telefilm, Neopàtria és, al cap i a la fi, un cúmul de seqüències narratives on el que impera és el gust per l’expressió sentimentaloide a frec de la carrincloneria.

A Neopàtria hi ha un moment en què Bofill vol minimitzar la importància de Quim Monzó i el compara amb Homer, però ben poques pàgines després, una mica fatigat de tanta pedentaria, de tanta pompositat, de tant de discurs apocalíptic, el lector enyora la política-ficció segons Philip Roth a La conjura contra els Estats Units i lamenta perdre el temps llegint una novel·la senzilla, endolcida sentimentalment, que no crea cap mena de debat intel·lectual, i que si incita a la reflexió i al pensament, és per esbrinar com algú pot escriure d’aquesta manera, per exemple: “L’allau d’un desig va aplanar totes les distàncies, i ara em pregunto per què tota la vida no podria haver estat sempre aquest temps velocíssim que et porta a caure abraçat als turmells de l’amant, aquest dessagnar-se pels llocs més freds i asèptics (una sala d’embarcament, una parada de taxis) mentre saps que t’espera un guéiser de flames, una llengua amb mil agulles que et fendirà encara més endins”. Potser Jünger és encara una mica lluny, però almenys les lliçons de Danielle Steel estan ben apreses.»

Ponç Puigdevall, «Quadern», El País, 4 de gener


17 de novembre 2006

Jonathan Littell

Il y a trois mois encore, Jonathan Littell n'existait pas. Aux yeux du public tout au moins. Le succès fulgurant de son roman, Les Bienveillantes, avec en point d'orgue le prix Goncourt, obtenu le 6 novembre, a transformé cet inconnu en personnage public. A ce Jonathan Littell, objet de la curiosité des médias - à qui l'on peut accorder le mérite de n'avoir rien fait pour organiser sa médiatisation, voire même de lui avoir tourné le dos -, on a prêté plusieurs vies et plusieurs identités. Les rumeurs les plus infondées ont circulé. Richard Millet, son éditeur chez Gallimard, aurait écrit Les Bienveillantes, à moins que ce ne soit le romancier Robert Littell, père de l'auteur... A Barcelone, où il réside, Jonathan Littell a souhaité, pour "Le Monde des Livres", s'exprimer sur son roman.

Avec le recul, quelle carrière espériez-vous pour Les Bienveillantes ?

Cela s'est déroulé par étapes. Lorsque mon agent, Andrew Nurnberg, m'a dit qu'il aimait mon roman et avait bon espoir de le vendre, j'étais déjà très heureux. Je l'ai été encore plus quand il a été accepté par Gallimard. Toute ma culture littéraire est issue de leur fonds. Sinon, je ne m'attendais pas à grand-chose. J'ai investi cinq ans de travail dans ce livre, à mes frais. Je ne croyais jamais récupérer une somme d'argent équivalant au temps passé sur ce roman. Je pensais en vendre entre 3 000 et 5 000 exemplaires. Gallimard espérait un peu plus, à mon grand scepticisme. Ensuite, tout a explosé, de manière inattendue.

Comment expliquez-vous ce succès ?

J'en avais discuté avec Pierre Nora, fin septembre, au moment où le livre avait franchi la barre des 150 000. Il a eu cette phrase intéressante : "A ce niveau-là, ce n'est ni l'éditeur ni l'écrivain qui peuvent comprendre, mais un historien." Nous avons beaucoup discuté des raisons du succès, sans trouver de réponses. Deux grandes hypothèses se dégagent. La première tient au nazisme et au rapport que les Français entretiennent avec cette période de l'Histoire. La seconde relève davantage de la littérature. Gallimard avait constaté, depuis plusieurs années, une demande pour des gros livres, plus romanesques, très construits. Il faudra en tout cas du temps et du recul pour expliquer ce succès. Voir, par exemple, comment le livre est reçu en Israël, aux Etats-Unis et en Allemagne nous permettra de comprendre ce qui s'est passé en France.

Vous êtes-vous reconnu dans les différents portraits de vous parus dans la presse ?

Pas du tout ! On a parfois raconté n'importe quoi. J'ai été sidéré par la capacité d'invention des journalistes français. J'ai découvert plein de choses sur moi. J'aurais ainsi survécu à un massacre en Tchétchénie. Etonnant. Il suffisait pourtant de taper mon nom sur Google et lire les articles du New York Times qui faisaient état d'un incident - qui n'a rien à voir avec un massacre - que j'avais eu en Tchétchénie. Revu par la presse française, on avait l'impression que je me trouvais sous des cadavres ensanglantés avant de sortir en rampant de la fosse ! Le fact checking, le fait de vérifier des informations de base, me semble peu répandu en France. Je parle pourtant de choses simples : j'aurais travaillé en Chine, je serais marié, ma mère serait française, j'habite la Belgique et je parle allemand. Tout cela est inexact.

Je n'ai pas eu envie de me prêter au jeu du portrait car je n'aime pas ça. J'apprécie particulièrement cette phrase de Margaret Atwood : "S'intéresser à un écrivain parce qu'on aime son livre, c'est comme s'intéresser aux canards parce qu'on aime le foie gras."

Vous avez écrit un premier livre, Bad Voltage, un roman de science-fiction, inédit en France, qui se déroule dans les catacombes. Quel lien tissez-vous entre ce premier texte et Les Bienveillantes ?

Les Bienveillantes n'est pas vraiment un vrai deuxième roman. Entre-temps, d'autres textes de moi ont fini au placard, comme il se doit. J'ai regretté que Bad Voltage soit publié, mais j'étais prisonnier d'un contrat et je n'avais pas l'argent pour le rompre. J'avais 21 ans, c'est une bêtise de jeunesse. Je n'ai jamais voulu cacher ce roman, mais je ne le revendique pas non plus.

Je pense aux Bienveillantes depuis l'âge de 20 ans. Richard Millet, mon éditeur chez Gallimard, voulait mettre "premier roman" sur Les Bienveillantes, j'ai dit non. Nous avons choisi la formule "première oeuvre littéraire" pour la quatrième de couverture.

Vous êtes représenté par un agent, une pratique encore peu répandue chez les écrivains en France. Pourquoi ce choix ?

Mon père est écrivain professionnel depuis trente-cinq ans. Dans le monde littéraire anglo-saxon, si on veut publier un livre, on cherche d'abord un agent. La question ne s'est donc, pour moi, jamais posée. Cette tradition française d'envoyer d'abord son manuscrit à une maison d'édition m'est étrangère. Je comprends que cela perturbe certains en France, où un équilibre assez délicat fait qu'il s'y publie des livres qui ne le seraient pas ailleurs. Ce système a un coût. En France, pratiquement aucun auteur ne peut gagner sa vie ; toute la chaîne du livre vit du livre, sauf l'écrivain.

Les Bienveillantes s'est retrouvé, dès sa sortie, couvert de superlatifs et de comparaisons élogieuses. Etiez-vous flatté ou paniqué ?

Ni l'un ni l'autre. Prenons la comparaison de mon roman avec Guerre et paix. Les gens qui affirment cela m'ont mal lu, et par ailleurs mal lu Tolstoï. Ce n'est pas du tout le même type de littérature. Dans Guerre et paix, déjà, il y a la paix. Dans mon roman, il y a juste la guerre. Il y a un autre niveau de complexité dans le roman de Tolstoï. Un va-et-vient infiniment supérieur entre la vie normale et la guerre.

L'objet des Bienveillantes est beaucoup plus étroit. C'est le génocide pendant quatre ans, avec quelques échappées à droite et à gauche. L'ambition n'est pas la même. Plus profondément, il y a cette notion d'espace littéraire élaborée par Maurice Blanchot. Quand on est dedans, on ne sait jamais si on y est vraiment. On peut être sûr de faire de la "littérature", mais, en fait, rester en deçà, tout comme on peut être rongé de doutes, alors que depuis bien longtemps déjà la littérature est là. Le texte d'un malade mental peut se révéler de la littérature, quand le texte d'un grand écrivain ne l'est pas, pour des raisons ambiguës et difficilement explicables. On est de toute façon dans le doute. On ne sait pas. Je pense que Tolstoï ou Vassili Grossman étaient dans le doute. Pour Grossman en tout cas, c'est évident. Son ambition affirmée était de faire aussi bien que Tolstoï, mais il a dû très certainement se dire en terminant son livre qu'il n'arrivait pas au petit doigt de Tolstoï. La notion d'espace littéraire évacue la notion de qualité. Un texte très mal écrit peut se révéler de la grande littérature, quand un autre, pourtant très bien écrit, n'est pas de la grande littérature. Il faut juger chaque livre en fonction de ses objectifs et ses exigences propres, et non par rapport aux autres livres. C'est la raison pour laquelle je n'aime pas les prix littéraires. Ils ont naturellement tendance à mettre les livres les uns contre les autres. Or les livres ne sont jamais les uns contre les autres. J'ai envoyé une lettre à Antoine Gallimard où je lui explique que je ne suis pas contre les autres auteurs. Mon livre est contre lui-même, il travaille contre sa propre exigence, qu'il n'atteindra bien entendu jamais.

Comment définiriez-vous cette exigence ?

Un livre est une expérience. Un écrivain pose des questions en essayant d'avancer dans le noir. Non pas vers la lumière, mais en allant encore plus loin dans le noir, pour arriver dans un noir encore plus noir que le noir de départ. On n'est très certainement pas dans la création d'un objet préconçu. C'est pour cela que je ne peux écrire que d'un coup. L'écriture est un coup de dés. On ne sait jamais ce qui va se passer au moment où l'on écrit. On essaye de poser ses pièces le mieux possible, puis on fait. Au stade de l'écriture, on pense avec les mots, plus avec la tête. Ça vient d'un autre espace. On avance par l'écriture et l'on arrive à un endroit où l'on ne pensait jamais se retrouver. C'est pour cela que je suis tout à fait prêt à accepter les critiques qui disent que je me suis trompé avec ce roman, que j'ai fait des choses fausses, inacceptables. Je ne savais effectivement pas ce que je faisais. Je pensais le savoir avant, mais le résultat final n'a rien à voir avec cela.

Comment jugez-vous ce résultat final ? Les Bienveillantes vous plaît-il ?

Il ne faut pas poser la question ainsi. Il vaut mieux s'interroger sur le concept initial pour avancer. Je peux répondre par la citation de Georges Bataille : "Les bourreaux n'ont pas de parole, ou alors, s'ils parlent, c'est avec la parole de l'Etat." Les bourreaux parlent, il y en a même qui pissent de la copie. Ils racontent même des choses exactes en termes factuels. La manière dont le camp de Treblinka était organisé, par exemple. Eichmann ne ment pas dans son procès. Il raconte la vérité. Lorsque je parle de parole vraie, je pense à une parole qui peut révéler ses propres abîmes, comme Claude Lanzmann y est parvenu avec les victimes dans Shoah.

J'ai découvert la phrase de Bataille après avoir terminé mon livre. Elle est venue m'éclairer rétrospectivement. Au début, je pensais que j'allais trouver dans les textes de bourreaux des choses auxquelles je pourrais m'accrocher. Entre ça et tous les bourreaux que j'ai fréquentés dans ma carrière - en Bosnie lorsque je travaillais du côté serbe, en Tchétchénie avec les militaires russes, en Afghanistan avec les talibans, en Afrique avec des Rwandais ou des Congolais -, je pensais avoir de quoi faire. Mais, plus j'avançais dans la lecture des textes de bourreaux, plus je réalisais qu'il n'y avait rien. Je n'allais jamais pouvoir avancer en restant sur le registre de la recréation fictionnelle classique avec l'auteur omniscient, à la Tolstoï, qui arbitre entre le bien et le mal. Le seul moyen était de se mettre dans la peau du bourreau. Or, j'avais l'expérience du bourreau. Je les avais côtoyés. Je suis parti de ce que je connaissais, c'est-à-dire moi, avec ma façon de penser et de voir le monde, en me disant que j'allais me glisser dans la peau d'un nazi.

Mais il s'agit d'un nazi hors norme, peu réaliste et pas forcément crédible.

Je suis d'accord. Mais un nazi sociologiquement crédible n'aurait jamais pu s'exprimer comme mon narrateur. Ce dernier n'aurait jamais été en mesure d'apporter cet éclairage sur les hommes qui l'entourent. Ceux qui ont existé comme Eichmann ou Himmler, et ceux que j'ai inventés. Max Aue est un rayon X qui balaye, un scanner. Il n'est effectivement pas un personnage vraisemblable. Je ne recherchais pas la vraisemblance, mais la vérité. Il n'y a pas de roman possible si l'on campe sur le seul registre de la vraisemblance. La vérité romanesque est d'un autre ordre que la vérité historique ou sociologique.

La question du bourreau est la grande question soulevée par les historiens de la Shoah depuis quinze ans. La seule question qui reste est la motivation des bourreaux. Il me semble après avoir lu les travaux des grands chercheurs qu'ils arrivent à un mur. C'est très visible chez Christopher Browning. Il arrive à une liste de motivations potentielles sans pouvoir arbitrer entre elles. Certains mettent davantage l'accent sur l'antisémitisme, d'autres sur l'idéologie. Mais au fond, on ne sait pas. La raison est simple. L'historien travaille avec des documents, et donc avec des paroles de bourreaux qui sont une aporie. A partir de là, comment construire un discours ?

Quels sont les critiques d'historiens qui vous ont le plus marqué et donc le plus stimulé ?

Certains ont soulevé des questions intéressantes sur des erreurs d'interprétation. Un historien a fait remarquer que j'avais mal interprété le rapport entre le SD (le service de sécurité de la SS) et la Gestapo en présentant les hommes du SD comme plus idéalistes que les brutes policières de la Gestapo. Il se peut ici, comme ailleurs, que je me sois planté. C'est un roman. Lorsque Vassili Grossman présente Eichmann dans un passage de Vie et destin, sa description est complètement fausse. Cela n'enlève pourtant rien à Vie et destin. Grossman voyait Eichmann en surhomme démesuré, qui trône au-dessus de tout. Cette vision résulte des matériaux auxquels il avait alors accès. C'est inexact, et alors ?

Lorsque Claude Lanzmann estime que mon bourreau n'est pas crédible, qu'il est malsain, il a raison. Sauf qu'il n'y aurait jamais eu de livre si j'avais choisi un "Eichmann" comme narrateur. La crainte de Lanzmann est que les gens ne connaîtront plus la Shoah que par mon livre. Le contraire est évident. Les ventes des oeuvres de Raoul Hilberg et de Claude Lanzmann ont d'ailleurs augmenté depuis la sortie de mon livre. Lanzmann et moi arrivons, à partir d'une même question, à deux conclusions qui sont irréductibles l'une à l'autre. Elles sont toutes deux vraies. Notre discussion n'est pas finie.

Y aura-t-il une adaptation cinématographique des Bienveillantes ?

Non. Ces droits ne sont pas à vendre. Je ne pense pas qu'il soit possible d'adapter ce livre au cinéma.

Qui va se charger de la traduction en langue anglaise de votre roman ?

Nous cherchons un traducteur avec lequel je collaborerai. Je voudrais que l'anglais ne soit pas qu'une traduction. Il y a un ton à trouver que le traducteur trouvera peut-être immédiatement.

Cette question de la langue a fait aussi débat à propos de votre roman, auquel on a reproché quelques anglicismes. Ne croyez-vous pas qu'il se cache derrière ces reproches une conception réactionnaire de la langue française, qui voudrait que celle-ci reste figée quand elle est par nature en mouvement perpétuel.

Il y a des anglicismes dans mon roman ! Et comment ! Je suis un locuteur de deux langues et, forcément, les langues se contaminent entre elles. Il y a un magnifique travail d'Albert Thibaudet qui montre, chez Flaubert, l'influence des provincialismes normands sur la langue littéraire de l'auteur de Madame Bovary. C'était perçu au départ comme une faute, mais, à partir de cela, Flaubert a produit des beautés. Chacun a ses particularités linguistiques. Alain Mabanckou va avoir de très belles trouvailles qui viennent de la manière qu'ont les Africains de parler français. Ses formules peuvent sembler bizarres, désuètes, mais elles sont magnifiques. Il est intéressant, cette année, que plusieurs prix littéraires aient été décernés à des non-francophones. Nancy Huston est anglophone. Comme pour moi, le français n'est pas la langue natale de Mabanckou. En Grande-Bretagne, cela fait des années que les plus grands écrivains sont indiens, pakistanais, japonais. Et, grâce à eux, la langue s'enrichit.

Propos recueillis par Samuel Blumenfeld

Le Monde, 16.11.2006

31 d’octubre 2006

Des "Bienveillantes" sonnantes et trébuchantes

Ce pourrait être une belle étude de cas pour étudiants d'écoles de commerce. On savait Les Bienveillantes, de Jonathan Littell (Gallimard, prix de l'Académie française), un livre atypique : 900 pages écrites en français par un Américain et prises d'assaut en librairie. Les critiques ont assez souligné la puissance d'attraction peu banale de ce récit qui projette le lecteur dans la tête d'un bourreau nazi. Mais l'ouvrage se singularise aussi par la rupture qu'il instaure d'un point de vue strictement économique.

Avec Les Bienveillantes, on est en effet dans une situation où l'auteur paraît gagner sensiblement plus d'argent que son éditeur, ce qui n'est pas si fréquent lorsqu'un livre marche très bien. Si les ventes définitives ne sont pas connues, on peut raisonner sur une hypothèse de 150 000 exemplaires vendus en première édition net de retours. Avec un prix de vente de 25 € TTC et une fois déduits la TVA, la remise libraire, les droits d'auteur, les coûts directs de fabrication, de logistique, de publi-promotion... ainsi que le coût d'un minimum incompressible de retours, il est probable que la marge brute de l'éditeur se situe, avant allocation de frais indirects, sous le million d'euros. Ce n'est sans doute pas si mal, d'autant qu'il restera encore à l'éditeur la perspective d'une exploitation profitable en poche.

Mais qu'en est-il à présent pour l'auteur ? En supposant un taux de droits d'auteur classique de 14 % en moyenne, il percevra 500 000 euros pour la première édition française (davantage si son à-valoir excède ce montant), à quoi il faut ajouter, surtout, les recettes de cession de droits de traduction à des éditeurs étrangers : environ, dans ce cas précis, 1 million de dollars pour les seuls Etats-Unis et autant pour le reste du monde. De ces montants sera déduite la commission de l'agent (15 à 20 %). Resteront à l'auteur quelque 1 600 000 dollars (1 250 000 euros) s'ajoutant aux droits pour la France. Soit un total de 1 750 000 euros.

Le gain pour l'auteur paraît, en l'espèce, nettement plus important que celui de l'éditeur. Presque du simple au double ! Et ce pour une raison simple : contrairement à l'usage courant en France, Littell, via son agent Andrew Nurnberg, n'a conféré à Gallimard que les droits de l'édition française, se réservant les droits d'édition dans les autres langues. Fort du succès français, l'agent a pu faire monter les enchères à la Foire de Francfort. Or, sur chaque cession, il touche une commission de 15 % à 20 %, tandis que l'éditeur partage d'ordinaire les droits étrangers à peu près à égalité avec l'auteur.

Témoins de cette situation très médiatisée, les auteurs de best-sellers français ne risquent-ils pas d'être tentés de suivre l'exemple de Jonathan Littell ? De ne céder à leur éditeur français que les droits pour la France afin de toucher une plus large part des cessions étrangères ? Les éditeurs rétorqueront, non sans raison, qu'ils ont toute l'expertise nécessaire pour vendre au mieux - dans l'intérêt de l'auteur - son livre à l'éditeur étranger le plus adapté. On peut les croire. Pourtant, le "cas Littell" ne manquera pas de donner à réfléchir. Ce n'est certes pas la première fois qu'un auteur français a recours à un agent, mais c'est peut-être la première fois qu'on voit de manière aussi marquée cette rupture dans l'économie habituelle de l'édition française.

Si cet exemple faisait des émules, il suffirait que quelques ouvrages par an s'orientent, pour l'étranger, vers des agents - ceux dont la vente de droits est à la fois la plus facile et la plus susceptible d'engendrer de forts profits - pour déséquilibrer l'économie d'un service de droits étranger. Il ne s'agit pas ici de juger de l'efficacité relative des agents et des éditeurs mais simplement - parce que les premiers coûtent a priori moins cher à l'auteur que les seconds -, de mettre en relief, à travers cet exemple, une situation qui, de proche en proche, pourrait fragiliser les départements étranger des maisons d'édition, privées des quelques gros titres qui, chaque année, représentent une part substantielle de leur chiffre d'affaires. Une situation potentiellement dangereuse pour l'édition tout entière. N'est-ce pas, pourtant, le succès de l'édition dans la langue originale, pour laquelle l'éditeur prend tous les risques, qui rend possible celui des ventes étrangères ?

Florence Noiville

Le Monde, 28.10.2006

08 d’octubre 2006

El americano apabullante

Jonathan Littell triunfa en Francia con 'Les bienveillantes', una novela sobre la II Guerra Mundial vista a través de un SS

OCTAVI MARTÍ - París
EL PAÍS - Cultura - 29-09-2006

La revelación literaria francesa más destacada de 2006 es americana. Se trata de Jonathan Littell, un neoyorquino nacido en 1967, hijo del periodista y escritor Robert Littell, que acaba de publicar su primera novela, Les bienveillantes, en Gallimard, un volumen de 900 páginas del que ya se han vendido 125.000 ejemplares. Littell, que ahora vive en Barcelona, escribe en francés y dice detestar su país de origen por su falta de complejidad. Y no es complejidad lo que le falta al héroe o, mejor dicho, al protagonista y narrador de Les bienveillantes, Maximilien Aue, un oficial de las SS mitad francés, mitad alemán -es alsaciano-, que va a participar en la primera gran matanza de judíos, en Ucrania, que asiste a la batalla de Stalingrado y que acaba teniendo grandes responsabilidades en la organización de la llamada solución final. De Aue podemos sospechar además que él también es judío -su circuncisión queda inexplicada-, que no sólo se ha acostado con su hermana Una sino que ha tenido gemelos de ella y que ha sido él quien ha asesinado a su madre y al segundo esposo de ésta. Para acabar el retrato hay que añadir que Aue es homosexual y muy cultivado, con un buen conocimiento de filosofía griega.

Si Aue nos cuenta todo lo que hizo durante la Segunda Guerra Mundial, todos sus crímenes y todos los problemas que tuvo que afrontar para resolver las dificultades de orden logístico, técnico y psicológico que planteaba la industrialización del asesinato, no lo hace para disculparse o porque necesite liberarse del fardo de sus pecados. No, Aue es un verdugo que habla para defender una vez más lo que hizo. Y en eso es un verdugo extraordinario pues, como recuerda Littell en una entrevista, "los verdugos nunca hablan, y si lo hacen emplean el lenguaje del Estado", es decir, se sirven de un lenguaje tecnocrático para referirse al horror y convertirlo en mero trabajo.

El libro es, desde un punto de vista histórico, de una precisión ejemplar, incluso exagerada. Littell no confunde nunca los grados militares ni se pierde por los laberintos burocráticos del nazismo, repletos de siglas -RSHA, OKH, OKHG, OKW, IKL, HSSPF, GFP, WVHA, etcétera- que esconden detrás de cada letra miles de muertos. Su libro es una organizada inmersión en el infierno de la mano de uno de sus más distinguidos servidores. En el trayecto quedan litros y litros de alcohol bebidos para inmunizarse contra el frío y, sobre todo, la responsabilidad, centenares de retortijones intestinales de un cuerpo que se rebela cuando le prohíben sentir empatía por las víctimas, decenas de actos sexuales consumados como una estricta necesidad fisiológica. Aue sólo era capaz de amar a su hermana y se lo han vetado.

Guerra y paz, Los hermanos Karamazov, Vida y destino, La educación sentimental, es decir, Tolstói, Dostoievski, Grossman o Flaubert han sido evocados por una crítica sorprendida y que busca precedentes a la ambición de Les bienveillantes, título cuya dimensión mitológica no se explica hasta la última página. Littell dice "haber trabajado durante cinco años para preparar su libro" y que su deseo de ser preciso le ha llevado "a Ucrania, el Cáucaso y Stalingrado, a Polonia para visitar Cracovia y los lugares de los seis campos de exterminio". En Kiev cuenta haberse encontrado "con un superviviente de la masacre de Babi Yar cuando tenía 13 años, un adolescente judío que ese 28 de septiembre de 1941 consiguió escapar al asesinato de 100.000 correligionarios refugiándose en un cementerio cristiano".

La voluntad de saber qué inspira a Littell -"quería comprender los razonamientos que sirvieron para autojustificarse a esa gente que perpetraba el asesinato político de masas"- embarca a Aue en apasionantes debates: con un lingüista que define el racismo como "filosofía para veterinarios" y demuestra cómo el presunto cientifismo de las teorías raciales es una inocua transposición ideológica de la ciencia lingüística; con un comisario político comunista que le define el nazismo como "una perversión del marxismo", pues el lugar ocupado por la lucha de clases le corresponde a la lucha de razas. Son dos ideologías deterministas pero de distinta naturaleza; con un financiero e industrial nazi que justifica el asesinato de judíos porque "no hay nada más völkisch que el sionismo" que asocia el pueblo, la sangre y la tierra. "Los judíos son los primeros nacionalsocialistas", dice el millonario, y por eso cree que los alemanes han de acabar con ellos; la aristocracia antisemita no soporta la vulgaridad populista del nazismo y quisiera un mundo dirigido por una élite cultural, en la que no contaría ni la raza ni la religión; Una, la hermana, al final, concluye que "matando a los judíos nos autoasesinamos", pues "lo que nunca hemos comprendido es que esas cualidades que atribuimos a los judíos y consideramos como defectos, es decir, la avaricia, avidez, sed de dominio, cobardía y maldad simple, son cualidades profundamente alemanas, y que si los judíos las han hecho suyas es porque también se han hecho alemanes".

Littell, antes de embarcarse en un destino literario, ha dirigido la ONG Action Contre la Faim en Bosnia y Afganistán. El hecho de haberse encontrado en Sarajevo en plena guerra o en Grozny cuando empezó la revuelta chechena le ha llevado a "encontrarse en medio de montones de cadáveres. Te sientes ajeno a todo".

16 de setembre 2006

F.J.

No toques mi libro


Hace cuatro décadas, Umberto Eco hablaba de dos bandos opuestos en su famoso estudio sobre la cultura de masas: apocalípticos e integrados. Apocalípticos eran los que se resistían a las innovaciones tecnológicas y su uso en la creación artística; integrados eran los que veían estas novedades con optimismo y fe ciega en ellas. El semiólogo italiano criticaba ambas posiciones. Hoy esos dos extremos vuelven a tener adeptos, sobre todo entre los escritores. Hay algunos que siguen escribiendo a mano, en cuadernos, como Javier Marías, quien dice no haber tocado jamás un ordenador. O como Mario Vargas Llosa, quien recientemente manifestó que le horrorizaba la posibilidad de que Internet reemplazara las bibliotecas repletas de libros.

En cuanto a la posibilidad apuntada por Kevin Kelly de que los libros terminen fragmentados por la red, a disposición de cualquiera, como ha sucedido con las canciones en relación con los discos, hay quienes lo consideran una idea peregrina e irreal. "Toda creación literaria implica intertextualidad: '¡En un lugar de La Mancha' era un verso de un romance!", apunta José Antonio Millán, escritor y experto en la cultura de las nuevas tecnologías. "La visión de Kevin Kelly de un mundo de trocitos de texto flotando por Internet, listos para recombinarse, es ingenua y atrasada. Los fragmentos de obras en donde flotan es en la memoria de los lectores y de los escritores, y desde ahí actúan en la creación literaria: no hace falta Google para eso. La biblioteca universal de Google tiene la ventaja de servir para localizar el origen de una cita que no sabemos de dónde viene, pero su fin no será primordialmente literario, sino de referencia, de investigación... En un medio editorial en el que cada vez más libros de pensamiento o de ensayo se publican sin índice de nombres o de conceptos, el acceso a la búsqueda digital puede ser una bendición... sobre todo para quienes ya han comprado los libros, o para quienes están buscando un libro sobre un tema concreto".

Los temores de Updike en relación con el papel del autor en un mercado globalizado tienen algunos puntos reales. Según el escritor boliviano José Edmundo Paz Soldán, profesor de literatura en la Universidad de Cornell, hay que prepararse, en efecto, para el fin del autor tal como lo conocemos hoy. "A los libros les cuesta hoy venderse solos, y por eso las editoriales sueñan con tener autores mediáticos, y algunos escritores caen en la tentación y se suscitan escándalos como el de James Frey: una gran novela, En mil pedazos, es vendida como las memorias del autor, porque eso permite que Frey ingrese en el circuito del talk show norteamericano (Oprah y compañía), que es donde se promocionan masivamente las novedades editoriales", afirma.

"En Estados Unidos, los libros clásicos, los de autores muertos, parecen leerse sólo en universidades. El mundo editorial forma cada vez más parte del hipermercado actual de la cultura. ¿Qué pueden hacer los escritores para resistirse a ello? ¿Quieren? ¿Deben? El circuito del libro funciona gracias a la cadena editores-agentes-autores-medios-libreros-lectores, y si el cambio no ocurre a todos los niveles, las ansiedades de Updike tardarán poco tiempo en hacerse realidad del todo", continúa Paz Soldán.

"Eso, sin embargo, no debería hacernos caer en la nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor. Durante muchos siglos vivimos sin libros y sin la idea moderna, individualista de autor; de una manera algo irónica, quizá los cambios tecnológicos hagan que las sociedades del siglo XXI vuelvan a vivir sin libros y sin autores (o con un concepto muy diferente del autor). Eso no significa necesariamente que se esperen años terribles para la literatura; lo que nos esperan son años de redefinición de lo que entendemos por literatura".