11 d’octubre 2007

Kafka en Francfort

Pocas cosas estimulan más a un buen escritor que ser cuestionado, ignorado o repudiado en su país de origen. A veces pienso que el exilio, el monasterio, el calabozo o el desierto se inventaron para que los escritores pudieran defenderse de las maniobras y corruptelas de políticas sociales, literarias o lingüísticas. Franz Kafka, nacido en Praga, que hablaba y escribía checo en la intimidad, y había elegido el idioma alemán como lengua literaria, ¿era, entonces, un escritor checo, o bien un escritor alemán? Un hombre con la identidad dividida, como tantos escritores del actual mapa literario. Su peculiar y asfixiante mundo íntimo fue totalmente checo en contraposición al lenguaje novelesco alemán, idioma cuya claridad de pensamiento y rigor narrativo seducía a Kafka. Y, por supuesto, Kafka era además judío, y, también entonces, en Praga, un judío-checo de expresión alemana estaba doblemente aislado, era un judío entre los alemanes y un alemán entre los checos.

Siempre se sintió viviendo en un "gueto social y lingüístico, con muros invisibles", escribió. Y ni su muerte ni su fama eterna consiguieron que sus conciudadanos dejasen de proscribirlo. Marta Zelezná, de la Sociedad Franz Kafka, declaró hace seis años en la BBC, que la ciudad "tiene una relación ambivalente con su más famoso escritor. No es considerado 'nuestro escritor' porque era judío y escribía en alemán". Y según su biógrafo N. Murray, "en la edición checa de Quién es quién en la historia, su nombre no aparece. Y, algo todavía más inaudito, sólo ahora (2006) su obra completa se publica en traducción checa".

¿Será entonces Kafka un escritor alemán praguense? ¿Cómo diablos las nuevas normativas de los gobiernos nacionalistas, tan proclives a purismos y etiquetas, se atreverían a denominarlo? Dudo que a Kafka le preguntasen alguna vez por el motivo de que siendo checo, y hablase checo con fluidez, escribiera sus libros en alemán. Y si me apuran, peor aún: ¿le mortificaron constantemente con la pertenencia a una u otra cultura? ¿Qué si era más judío que checo, más alemán que judío? Unas singulares circunstancias lingüísticas configuraban la expresión específica del cosmopolitismo praguense. Como dice Ripellino en su Praga Mágica, la lengua checa soportaba un hormigueo de locuciones alemanas y, por otra parte, a pesar de las muecas desaprobatorias de los charlatanes puristas, "a menudo, un buen germanismo es hoy más checo que una frase checa antigua". Praga, como ahora Barcelona y otras ciudades multiculturales europeas, era un cruce de culturas diversas e imperiosas, con multitud de talentos en lenguas y perspectivas diferentes.

La Universidad de Praga, una de las más antiguas de Europa, estaba dividida en dos facultades: la checa y la alemana, y los sentimientos nacionalistas eran fuertes en ambas. Acaso para huir de la claustrofobia reduccionista, Kafka ingresó en un Club de Lectura de estudiantes alemanes con una excelente biblioteca. El checo, sin embargo, seguía siendo su idioma familiar y afectivo (le rogó a su amante Milena que le escribiera en checo porque de ese modo sus palabras le llegaban más adentro), hablaba un checo elegante y literario mientras dejaba que su literatura naciera y creciera en una lengua cada día conquistada. Es conocida la incertidumbre de Kafka en el empleo de la sintaxis y el vocabulario. Y cómo esta resistencia alimentó su genialidad literaria. Para decirlo rápido, explotó su condición de alemán praguense para escribir en un lenguaje único, exacto, vivido y altamente personal.

Pongamos que Kafka hubiera nacido en Cataluña y hubiese leído periódicos de Barcelona, y se hubiera relacionado con personas tan bilingües como él. Y hubiera escrito en un castellano barcelonés, genial e inimitable. Hablaría catalán (checo) y le interesaría muchísimo la lengua y la cultura catalana (checa). Sobre su escuela primaria había un cartel con este mandamiento: para un niño checo una escuela checa. Pero también le fastidiaba el amaneramiento de los alemanes de Praga porque usaban "un alemán inflado, retórico y cerrado", como apunta Wagenbach. Por su lado, según se atrevió a subrayar un crítico, los escritores praguenses, "más preocupados por salvar la lengua, cayeron en un frenesí literario, pero lo que hacían era empolvar y maquillar el pequeño mundo". Lo cierto era que, también por estas razones, Kafka no se sentía bien en Praga. Amaba Praga tanto como también la odiaba, lo que queda magníficamente retratado en sus novelas. La consideraba una ciudad provinciana. Y, sin embargo, tanto la vida como la obra del autor no serían la misma sin la idiosincrasia de esta ciudad, desde entonces la ciudad de Kafka. Porque, mal que les pese a algunos checos, la ciudad mágica no podrá disociarse nunca de la existencia de su autor "apátrido".

Pero imagínense, entonces, el gran dilema que representaría para la historia, y para la obra literaria de este "descatalogado" escritor, si al Kafka catalán/castellano o checo/alemán, se le discutiese su presencia o exclusión a la Feria del Libro de Francfort 2007, en el que el país invitado y festejado es Cataluña. Si vinieran los altos mandos patrióticos imponiendo la orden de que todo lo que en tiempos de Kafka se escribiera en alemán/castellano no merecería el derecho de formar parte representativa de una cultura checa/catalana y que debería ser discriminado. ¿A qué les recuerda esta clase de imposiciones de casta geográfica? Me pregunto si el país alemán, que ha tenido la gentileza de invitar al Kafka catalán barcelonés, conoce exactamente la realidad de la riqueza y cultura extraordinaria de la doble o múltiple cultura catalana, con dos lenguas, como mínimo, que se hablan, se escriben y, por fortuna, también se mezclan. De igual manera que ya no se puede concebir Praga sin Kafka, tampoco se puede concebir Barcelona sin su cultura de dos lenguas. Ya es sabido que es de políticos manipular con la mentira y de escritores como Kafka levantar verdades. Y siguiendo las directrices que ahora plantean políticos y gestores invitados a Francfort, ¿sería admisible dar la orden finalmente de que Kafka, al ser un autor "sin patria ni lengua propias ni definidas por los patrones de subvenciones culturales", el gobierno que hoy presumiera de representarlo decidiera proscribirlo junto a la lista de pequeños kafkas tan anómalos como el primero?

¿Qué diría Francfort si alguien se atreviese a calificar de impropio, antinatural y anómalo al escritor bilingüe Franz Kafka? Y, lo más importante: ¿qué diría Kafka? Ordenaría de nuevo que hicieran cenizas de su obra. Y, me temo, esta vez su ruego no sería desairado.

NURIA AMAT
, El País, 16/10/2006.

10 d’agost 2007

Tinieblas en el noroeste

El muy amado Juan García Hortelano nos contó que en algún momento de su agitada juventud tuvo trato con un grupo de bohemios adictos al coñac de garrafón, memoria viva del siglo XIX, los cuales, en una disputa sobre la antigua institución de las casas de lenocinio, alababan sobremanera los refinados centros catalanes, uno de los cuales, en el nacimiento de la calle Tapias de Barcelona, ofrecía tableaux vivants a la manera francesa, pero con desbordada fantasía sureña. Un conocedor afirmaba no haber visto en su vida espectáculo más lúbrico y depravado que el cuadro viviente titulado Manresa a les fosques (Manresa a oscuras), orgullo del local, pero cuando se le preguntaba en qué consistía el tal tablado, enrojecía, farfullaba y no encontraba palabras para describirlo, tanto era el complicado conjunto e interconexión de las diversas mancebas que hasta número de ocho intervenían en el mismo.

Algo similar ha sucedido en las últimas semanas en Barcelona y si bien no puede decirse que la población haya montado un cuadro viviente de supremo erotismo, sí cabe afirmar que la ciudad se ha convertido en una tenebrosa casa de putas (casa de barrets) en la que los ciudadanos hacían de espectadores atónitos, mientras los políticos, a modo de pupilas, se entregaban a las más inverosímiles y oníricas contorsiones. Días atrás pude ver por la televisión a uno de los hijos de Jordi Pujol, mozo que se adorna con patillas de boca de hacha que le dan un aire trabuquero (trabucaire), acusando con toda la razón del mundo a un tembloroso conseller ("consejero") de actuar como el jefe de una asociación de vecinos y no como responsable de la energía en Cataluña. Boquiabierto, el público admiraba las inverosímiles convulsiones del cuerpo de los diputados con iluminado horror.

En este particular Barcelona a les fosques que han vivido y siguen viviendo los vecinos de la ciudad que fuera bautizada por su ayuntamiento como la millor botiga del món ("el mejor establecimiento público del mundo") han ido apareciendo en su más cruel desnudez y en retorcidos números las capacidades imaginativas y morales de nuestros representantes.

Es de todo punto evidente que Barcelona no ha dejado de crecer a pesar de los esfuerzos de los partidos nacionalistas para que lo hiciera en dirección única: la de continuar siendo capital de un país molt petit ("un país pequeñito"), adecuado al talento y la voluntad de la elite dirigente nacional. Sin embargo, no cabe duda de que nadie les ha hecho el menor caso y el trabajo (mal pagado) de buena parte de la población ha creado una ciudad digna de Gargantúa. En este momento la densidad urbana es la propia de cualquier ciudad oriental, de ésas en donde toda actividad (con predilección por los entierros) concentra a cien mil varones aullantes unos encima de los otros tirándose de las barbas. El simulacro de que la corona de ciudades que rodea a Barcelona no tiene la menor relación con Barcelona, desmentido por millones de automóviles que entran cada día en la ciudad, ha colapsado la red de carreteras y ni siquiera los carísimos peajes (rotundo desmentido a la leyenda de la avaricia catalana) detienen el tsunami humano que trata de llegar a su trabajo cada mañana con la lengua fuera.

Comunicaciones, aeropuertos, electricidad, agua, red de metros, muelles y demás sistemas de circulación de mercancías calculados para un país enano y para una ciudad de misa de doce, dan risa o hacen llorar. Que de ello tenga toda la culpa el malvado y nunca bien definido "Madrit" no se lo traga ya nadie. Ni los secesionistas, desde que han abandonado sus pueblicos y han accedido a una información más rigurosa sobre cómo funciona una región europea. Eso no quiere decir que, en efecto, no haya habido una abulia inadmisible por parte de los ministros que se supone tienen a España entera en la cabeza. Me temo que la tienen por partes y según quién manda en presidencia. En todo caso, ahora es quizás un poco tarde y van a tener que detraer inversiones de todos los azimuts, como dicen nuestros vecinos, si no quieren que la cosa acabe con otro levantamiento de los segadores (els segadors) versión urbana y con botellón Molotov en lugar de la atávica hoz (falç) del himno nacional.

Dicho lo cual y en defensa de la verdad, añadamos que la otra parte de responsabilidad la tienen los políticos catalanes que desde hace treinta años están más preocupados por cómo se peina la gente y si respetan el modo catalán de dejarse flequillo que de las redes eléctricas o el transporte público. Todavía hoy un alcalde de pedanía puede detener un tendido de alta tensión, dos consellers una extensión de aeropuerto y tres diputados de la Generalitat colapsar la totalidad de las inversiones en infraestructuras. El actual Gobierno municipal está a punto de modificar por sexagésima vez el trazado del AVE antes de que llegue. Sin tapujos: en Cataluña no se sabe quién manda. Incluso es posible que no mande nadie.

Los lugares más o menos civilizados a los que nos comparamos constantemente hacen algo más que tener un rollizo club de fútbol. Tienen, por ejemplo, instituciones técnicas serias. Y las respetan. Me pregunto yo si buena parte de los desastres de la Barcelona a les fosques no será que los técnicos han dejado de tener la menor importancia para políticos y empresas y sólo se escucha con exquisita atención a los contables. Llámenlos jefes de marketing, si lo prefieren. En los países normales, una vez se ha escuchado a los técnicos y se conoce la mejor y más barata solución, los políticos están para tomar decisiones y ponerlas en práctica. Me pregunto yo si los políticos catalanes son capaces de semejante cosa. La imagen que dan es la de gente dubitativa, medrosa, influenciable, voluble, contradictoria, confusa y con muy poca autoridad. Todos acaban mascullando: "¿Y a mí qué me cuenta?, yo soy un mandao".

La falta de autoridad obedece a razones profundas. En los lugares civilizados a los que me he referido hay una jerarquía que se establece democrática, económica y socialmente. Luego todos tratarán de saltarse la línea de mando mediante sobornos, corruptelas, favores, amenazas o enchufes, pero por lo menos la cadena está clara. Vean si no estos días al fino Villepin declarando ante el señor juez o recuerden cuántos altos cargos de empresas colosales han mordido el polvo en los EE UU. En Cataluña nadie sabe quién manda y todos suponemos que basta una llamada de teléfono para que de la noche a la mañana se anulen planes, se desvíen trazados, se extiendan aeropuertos por lugares inverosímiles o surjan estaciones de metro en medio de la nada, como esos teatros nacionales construidos justamente donde no hay ni un miserable autobús. Yo he visto aparecer en la autopista AP-7, dirección norte, un aluvión de camiones desviados de Gerona por un alcalde listísimo y vomitados a la autopista justo cuando pasa de tres a dos carriles. Nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están, haciendo carreras entre ellos y adelantándose a 0,7 kilómetros por hora. Y todo para no incomodar a los gerundenses con sus ruidos y sus gases. ¡Quién tuviera a ese alcalde!

Si en lugar de construir un país feérico, en donde todo el mundo se parezca a Núria Feliu y a Lluís Llach, nuestros representantes decidieran construir un país real, es posible que se percataran de que una ciudad como Barcelona, en efecto, no puede tener al mando un jefe de asociación de vecinos, como dice tan acertadamente ese hijo de Pujol de vis agitanada. Para lo cual es esencial que se pongan de acuerdo sobre quién manda aquí. ¿Nosotros, quiero decir, los que pagamos? ¿Ellos, los que cobran? ¿La Caixa, Endesa, Telefónica, Iberia, y tutti cuanti? ¿Las inmobiliarias? ¿Los recaudadores de los partidos? ¿La prensa local? ¿Una docena de familias? ¿Los hijos y nietos de esas familias? ¿Woody Allen? Porque lo que hasta ahora llevamos de política catalana nos ha convencido de que quien no manda, pero es que absolutamente nada, es nuestro representante en esta tierra afamada internacionalmente por la invención del Manresa a les fosques. Y no manda porque carece de responsabilidad. Es decir, no se siente responsable de nada y tiene cara de a mí que me registren. Un irresponsable henchido de amor patrio, eso sí.

Félix de Azúa, a El País


21 de març 2007

La mala vida

En memoria de Josep Maria Huertas Clavería


A la Transición de hace treinta años le están saliendo las primeras canas y quizá por eso ya son múltiples las perspectivas posibles para hablar de ella. Cuando era una niña delicada y admirable apenas nadie discutía nada y la versión era oficial e incuestionable; cuando fue adolescente le salieron algunos descalificadores más interesados en su ruido propio que en argumentar sus descalificaciones (hablo de un mal libro con una idea central aprovechable, El precio de la transición, de Gregorio Morán) y ahora que ya es mayor deberíamos sentirnos con libertad para tratarla como una adulta porque lo es, porque como sujeto histórico ha desarrollado sus propios vicios y sus propias manías, porque el relato que la ha entregado ha heredado inercias indeseables y algunas de ellas directamente falsas. Los hábitos del lenguaje se pegan de mala manera a las cosas, incluidas las cosas históricas, y acaban deformándolas hasta que una nueva depuración o una dieta severa vuelve a describirlas con más exactitud.

Por lo visto, algunos estamos contando una versión de la Transición que no es la de toda la vida y también aquí pecamos de revisionistas y maniqueos. Se pretende que es desleal con el espíritu de la Transición rechazar el área semántica que suele aludir a ella en términos de concordia y reconciliación de los desastres de la guerra, o como el momento desde el cual ya no habría más vencedores ni vencidos. Pero si la Transición sigue contándose con ese lenguaje, la pregunta de emergencia es histórica: ¿Y dónde ha ido a parar la crueldad represiva del franquismo? ¿No estaba en medio de la guerra de ayer y del presente de 1978? A la vista del abuso de la derecha hablando así de la Transición, todavía hoy, uno tiende a pensar que salió tan rematadamente bien que entre todos nos hemos comido cuarenta años de dictadura franquista, de un tiempo histórico que machacó hasta la exasperación que el franquismo fue la victoria de unos sobre otros, que la reconciliación era plena y absolutamente inviable, que nada de lo que pudiera hacer sospechar que los vencidos tenían algo de razón pudiera ser de circulación pública.

Pero además esa definición hace caso omiso de lo esencial en la transición política: fabricar las garantías institucionales para abrir un sistema de participación democrática y libertades civiles que el propio franquismo, y no un mal hado o un aire malsano, había ignorado y combatido sin piedad hasta su mismo final. Si a esa etapa la llamamos Transición es precisamente porque designa el paso hacia un sistema democrático desde una dictadura sin paliativos, una dictadura armada y criminal, con gestores, políticos, administradores y jueces, pero sin partidos ni libertad de expresión ni de opinión ni de reunión.

La Transición en versión reconciliadora oculta en el fondo la realidad del franquismo vivido como experiencia represiva y en la forma un propósito mucho peor: la neutralización de las responsabilidades, la equiparación de culpas a la altura de 1975, 1976, 1977. Y esa sigue siendo una versión miope porque parece resignarse a dar por bueno el franquismo, como si hubiese sido apenas una mala costumbre más de los españoles. Pero es al revés: fue el franquismo el que tuvo que rectificar su posición equivocada porque era reo de culpa democrática y fue ese sistema el que había ejercido una victoria revanchista con abuso estructural de poder en todos los órdenes civiles, políticos e intelectuales. Así que no hay precisamente una gran dosis de gratitud alguna debida al régimen tras la muerte de Franco, como no fuese la comprensión tardía, lenta y hondamente reticente de la necesidad de crear un orden democrático. Concordia y reconciliación son, a lo sumo, los lemas para contar una transición cuando no era posible llamar a las cosas por su nombre, cuando necesitábamos muletas verbales para no decir lo que todos sabían y casi todos procuraron disimular con el fin de asegurar una base posible hacia la democracia: que al menos no fueran las palabras fuertes las que estropeasen un asunto tan complicado y no fuesen a excitar en exceso a los excitables militares golpistas de entonces. Veinte años después no cabe disimular que quien llevaba muy mala vida, necesitada de inmediata y urgente rectificación, era la dictadura franquista. Tuvo la fortuna de contar con la buena fe y las ganas de paz de la oposición democrática. Quien puso el perdón y la indulgencia, quien actuó con magnanimidad fue quien podía hacerlo: la oposición democrática no tenía el poder pero tenía la razón frente a quienes seguían sosteniendo con su esfuerzo, con su buen hacer, con su profesionalidad un tinglado oxidado y democráticamente inaceptable. Antepuso el perdón y la reconciliación a la verdad, y renunció provisionalmente al recuento histórico y documentado de las actividades y responsabilidades de quienes formaron parte de aquel poder, de sus jueces, de su corrupción constitutiva.

Pero haber obviado entonces esas cuentas, como se hizo razonablemente, es muy distinto de negarlas o seguir fingiendo que no existieron y que Fraga no fue nunca franquista, como él mismo decía hace poco, sino un mero colaborador accidental. A la Transición conviene dejar de disfrazarla puerilmente de concordia y reconciliación e ir identificándola como lo que fue: la victoria trabajada y muy tardía contra una dictadura de origen fascista y mentalidad nacional-católica, que fue saliendo de sus propias aberraciones con la ayuda de unos cuantos políticos de casa y con el empuje sacrificado y valiente de una escasa oposición democrática, marxista, democristiana, liberal o comunista. Esa oposición pasó de ser vencida y vejada por el franquismo a ser vencedora y cedió parte de su razón para construir la base de garantías de la transición. Sería alarmante descubrir ahora que aquella magnanimidad de las fuerzas de la oposición valió por una inaceptable absolución del franquismo. Que hayamos empezado a comprender las amargas patologías de la sociedad franquista no significa exonerarla de sus responsabilidades ni, desde luego, de buena parte de su enfermo legado.


Jordi Gràcia, a El País

28 de gener 2007

L'agent, l'éditeur et la dictature des «big books»

«Au cours des derniers mois, la presse française s'est particulièrement intéressée au rôle des agents littéraires. Tout d'abord lorsqu'il s'est trouvé qu'un agent avait été partie prenante dans la négociation de l'à-valoir considérable versé par Hachette à Michel Houellebecq (celui-ci est censé avoir touché environ 1 million d'euros pour La Possibilité d'une île publié chez Fayard en 2005, NDLR). Ensuite, dans la discussion avec Gallimard à propos du livre de Jonathan Littell. Aussi l'entretien accordé par Andrew Wylie au Monde des livres (6 octobre 2006) aurait-il pu être utile. Il offre certainement une description flatteuse de l'image que ce dernier voudrait donner de lui-même. Hélas, je ne pense pas que qui que ce soit dans l'édition new-yorkaise puisse croire un seul instant à cette autoglorification.

»Dans les dernières décennies, il y a eu d'excellents agents littéraires à New York. Des agents qui ont simultanément aidé les auteurs et les éditeurs à préserver les liens qui les unissent. Les éditeurs acceptaient de publier chaque nouvel ouvrage d'un auteur quelles que soient ses ventes potentielles. De leur côté, les auteurs et leurs agents acceptaient des à-valoir justifiés par ces ventes.

»Le contrôle croissant des conglomérats sur l'édition a conduit nombre d'agents à changer leur manière de travailler. Notamment en mettant en avant cet argument : si les très gros éditeurs étaient d'abord intéressés par le profit, pourquoi les auteurs ne le seraient-ils pas ? Fi des vieilles formes de loyauté : les droits de chaque ouvrage devaient être offerts à qui en proposerait le meilleur prix. Résultat : un petit nombre d'auteurs se sont vu offrir des à-valoir de plus en plus élevés - des sommes qui souvent n'étaient pas couvertes par les ventes. Andrew Wylie a contribué à ce processus en amenant des auteurs littéraires comme Philip Roth - l'homme a en effet très bon goût, cela personne ne le nie - à quitter leur éditeur de toujours pour rejoindre le plus offrant.

»La conséquence de cette façon d'agir a été extrêmement préjudiciable à la fois aux éditeurs et aux auteurs. La polarisation qui existait déjà entre les best-sellers et les autres titres s'est considérablement accrue. Toutes les grosses maisons se sont mises à dépendre des quelques livres qu'elles étaient susceptibles, sinon forcées, de surpayer. Ce qui signifie que leurs budgets se sont considérablement réduits ou du moins qu'il leur reste très peu d'argent pour tous les bons livres qui ne deviendront pas forcément des best-sellers. Les librairies croulent sous les livres achetés à grands frais au détriment des autres - même si, comme le souligne Wylie lui-même, une énorme avance ne garantit pas forcément un succès commercial. Les éditeurs les plus cyniques n'hésitent pas à laisser tomber un titre cher qui ne remplit pas ses promesses. Même les auteurs dont le succès n'est pas tout à fait à la hauteur de l'avance accordée deviennent soudain moins attrayants aux yeux des éditeurs, ce qui n'aurait pas été le cas si leurs exigences de départ avaient été moindres. Quant aux agents, eux aussi ont fini par se focaliser sur les "big books", montrant beaucoup moins d'intérêt pour les livres plus modestes et de qualité. Il est beaucoup plus facile de décider que le prochain Philip Roth vaudra très cher que d'essayer de découvrir ses successeurs potentiels. Et nombre d'éditeurs new-yorkais ont vu Andrew Wylie "débaucher" des auteurs en leur faisant miroiter de plus gros à-valoir mais qui n'ont pas eu d'impact sur le volume de leurs ventes.

»L'exemple de Michel Houellebecq montre que cette manière de travailler gagne la France, même si, heureusement, il y a encore peu d'agents en France et moins encore d'agents souhaitant suivre la voie de Wylie. En l'occurrence, Hachette, le plus gros enchérisseur, a consenti une avance exceptionnellement élevée selon les standards français. L'acquisition des droits a été annoncée par Arnaud Lagardère lui-même et non par l'éditeur de Houellebecq. Comme on pouvait s'y attendre, les attentes, qui étaient fortes, furent déçues. L'auteur, qui est passé d'un éditeur à un autre, a certainement ressenti cette déception. Et désormais, si le modèle américain continue à s'appliquer, chacun de ses nouveaux livres devra être remis en jeu auprès de la collectivité des éditeurs, le problème étant que le nombre d'enchérisseurs potentiels est bien moindre à Paris qu'à New York.

»Cela ne veut pas dire que les agents ne puissent pas utilement défendre les droits de leurs clients. Un agent "classique" comme Georges Borchardt - qui a représenté à New York un grand nombre de très bons auteurs français - se prévaut moins des avances obtenues que des ventes réalisées. Un exemple : à l'origine, une seule maison était preneuse de La Nuit d'Elie Wiesel, qui s'est vendu quelques centaines de dollars seulement. Aujourd'hui - et grâce notamment à son passage dans l'émission télévisée d'Oprah Winfrey - le livre a dépassé le million d'exemplaires vendus.

»La controverse autour du contrat de Jonathan Littell montre également que les agents ont souvent tendance à se réserver les droits étrangers d'un auteur - et cela bien que, en Amérique comme en Angleterre, un éditeur ne touche que 20 % à 25 % sur une cession de droits à l'étranger, contre 50 % environ en France. L'avenir dira si les éditeurs français pourront continuer indéfiniment à prélever une part aussi disproportionnée sur les revenus des droits étrangers de leurs auteurs.

»Globalement, en France comme aux Etats-Unis, les éditeurs affrontent les mêmes problèmes - des problèmes aggravés dans les deux pays par l'accent mis sur les best-sellers, avec comme conséquence les contraintes pesant sur les livres moins médiatisés et souvent plus intéressants. Comme j'ai tenté de le montrer dans Le Contrôle de la parole, les mutations du monde de l'édition sont encore amplifiées au niveau de la vente : les grandes surfaces, souvent encouragées par les éditeurs eux-mêmes, y réalisent l'essentiel de leur chiffre d'affaires avec un petit nombre de best-sellers. En Amérique, où la loi Lang n'existe pas, la part de marché des librairies indépendantes n'est plus aujourd'hui que de 18 % à 19 %.

»Ces déséquilibres seraient encore accentués si tous les Wylie du monde étaient amenés à jouer en France un rôle important. Réjouissons-nous cependant : pour l'instant du moins, cette difficulté supplémentaire ne semble pas clairement à l'ordre du jour.»
André Schiffrin

André Schiffrin est l'auteur de L'Edition sans éditeurs (La Fabrique, 1999) et Le Contrôle de la parole (La Fabrique, 2005). Son prochain ouvrage, Paris/New York, Aller/Retour paraîtra au printemps aux éditions Liana Levi.

Le Monde des Livres, 18.01.07

22 de gener 2007

Pim...

Una lliçó ben apresa

«NO sembla cap mal plantejament ni un punt de partida insensat que Hèctor Bofill (Badalona, 1973) busqui la pràctica d’una literatura que eviti la senzillesa, que no estigui endolcida sentimentalment, que se centri en la creació d’un debat intel·lectual i que il·lumini la reflexió i el pensament. A l’altra banda de l’encanteri argumental basat en una concentració irònica de gràcies i acudits, a L’últim Evangeli —una novel·la que participava tant de les regles de la ciència-ficció com de la imaginació utòpica— va voler fixar, sense gaire encert, una poètica on el nucli bàsic es localitzava al voltant de l’aventura col·lectiva, el compromís cívic i els avatars, entre el coratge i la covardia, de la forja dels orígens d’una comunitat. A Neopàtria desapareix l’escenari futurista del segle XXVI, s’elimina la temptació de sobtar el lector amb el relat d’uns episodis narrativament foscos justificats pels alts secrets d’estat i els enigmes de l’espionatge i, amb les claus de la política-ficció, i sense renunciar als conceptes bàsics que alimentaven el títol anterior, Bofill s’embarca en una novel·la on l’eix principal es troba en la declaració de la sobirania del País Basc després d’haver-se produït un macroatemptat durant la celebració d’una conferència internacional a Barcelona. Aleshores intervé l’exèrcit espanyol, hi ha l’ofensiva basca, els passatges on Bofill es recrea en la descripció dels moments bèl·lics, la voluntat de pactisme entre els polítics a la recerca d’un govern de coalició, la crítica cap al conformisme dels polítics catalans a l’hora d’enfrontar-se als designis de Madrid i, sobretot, les peripècies que viuen els personatges protagonistes vinculats en una operació de tràfic d’armes a favor dels rebels, i que és el nucli que pretén vertebrar la novel·la.

Però de la mateixa manera que, a L’últim Evangeli, la trama cívica es complementava amb l’anecdotari sentimental d’una història d’amor a la deriva, i que no feia res més que enfosquir la història, a Neopàtria no són poques les pàgines destinades a explicar els infortunis personals i sexuals d’un dels personatges implicats en el tràfic d’armes, i que no fan res més que engruixir el text i aportar uns moments d’una enorme comicitat involuntària. No s’acaba de veure clara la necessitat de fer conviure en una mateixa novel·la els dos fils argumentals perquè un impedeix la fluïdesa de l’altre, sense que en cap moment es tingui mai la certesa que caminin amb un ritme harmònic. Amb el que sí coincideixen és amb la fragilitat de la versemblança, i no perquè es vulgui treballar fantàsticament amb la realitat històrica ni perquè les proeses o les adversitats sentimentals dels protagonistes prenguin un rumb forassenyat, sinó pel to de les diverses veus narradores que s’alternen durant el desenrotllament de l’acció, propenses en tot moment a l’art de contemplar-se l’exhibició d’una suposada intel·ligència i cultura, a la recerca sempre de la sentència memorable i de l’exquisidesa intel·lectual, a favor sempre de l’alta cultura i contra el costumisme sense adonar-se que aquest hi pot aparèixer tant si es descriu un paisatge de barraques com una festa glamurosa amb poetes com a convidats d’honor i amb escultures damunt de pedestals. Més enllà dels episodis on el que es vol fer triomfar és la violència, amb uns resultats estètics que no acaben de convèncer gaire perquè fa l’efecte d’observar la descripció de les imatges d’un telefilm, Neopàtria és, al cap i a la fi, un cúmul de seqüències narratives on el que impera és el gust per l’expressió sentimentaloide a frec de la carrincloneria.

A Neopàtria hi ha un moment en què Bofill vol minimitzar la importància de Quim Monzó i el compara amb Homer, però ben poques pàgines després, una mica fatigat de tanta pedentaria, de tanta pompositat, de tant de discurs apocalíptic, el lector enyora la política-ficció segons Philip Roth a La conjura contra els Estats Units i lamenta perdre el temps llegint una novel·la senzilla, endolcida sentimentalment, que no crea cap mena de debat intel·lectual, i que si incita a la reflexió i al pensament, és per esbrinar com algú pot escriure d’aquesta manera, per exemple: “L’allau d’un desig va aplanar totes les distàncies, i ara em pregunto per què tota la vida no podria haver estat sempre aquest temps velocíssim que et porta a caure abraçat als turmells de l’amant, aquest dessagnar-se pels llocs més freds i asèptics (una sala d’embarcament, una parada de taxis) mentre saps que t’espera un guéiser de flames, una llengua amb mil agulles que et fendirà encara més endins”. Potser Jünger és encara una mica lluny, però almenys les lliçons de Danielle Steel estan ben apreses.»

Ponç Puigdevall, «Quadern», El País, 4 de gener