El muy amado Juan García Hortelano nos contó que en algún momento de su agitada juventud tuvo trato con un grupo de bohemios adictos al coñac de garrafón, memoria viva del siglo XIX, los cuales, en una disputa sobre la antigua institución de las casas de lenocinio, alababan sobremanera los refinados centros catalanes, uno de los cuales, en el nacimiento de la calle Tapias de Barcelona, ofrecía tableaux vivants a la manera francesa, pero con desbordada fantasía sureña. Un conocedor afirmaba no haber visto en su vida espectáculo más lúbrico y depravado que el cuadro viviente titulado Manresa a les fosques (Manresa a oscuras), orgullo del local, pero cuando se le preguntaba en qué consistía el tal tablado, enrojecía, farfullaba y no encontraba palabras para describirlo, tanto era el complicado conjunto e interconexión de las diversas mancebas que hasta número de ocho intervenían en el mismo.
Algo similar ha sucedido en las últimas semanas en Barcelona y si bien no puede decirse que la población haya montado un cuadro viviente de supremo erotismo, sí cabe afirmar que la ciudad se ha convertido en una tenebrosa casa de putas (casa de barrets) en la que los ciudadanos hacían de espectadores atónitos, mientras los políticos, a modo de pupilas, se entregaban a las más inverosímiles y oníricas contorsiones. Días atrás pude ver por la televisión a uno de los hijos de Jordi Pujol, mozo que se adorna con patillas de boca de hacha que le dan un aire trabuquero (trabucaire), acusando con toda la razón del mundo a un tembloroso conseller ("consejero") de actuar como el jefe de una asociación de vecinos y no como responsable de la energía en Cataluña. Boquiabierto, el público admiraba las inverosímiles convulsiones del cuerpo de los diputados con iluminado horror.
En este particular Barcelona a les fosques que han vivido y siguen viviendo los vecinos de la ciudad que fuera bautizada por su ayuntamiento como la millor botiga del món ("el mejor establecimiento público del mundo") han ido apareciendo en su más cruel desnudez y en retorcidos números las capacidades imaginativas y morales de nuestros representantes.
Es de todo punto evidente que Barcelona no ha dejado de crecer a pesar de los esfuerzos de los partidos nacionalistas para que lo hiciera en dirección única: la de continuar siendo capital de un país molt petit ("un país pequeñito"), adecuado al talento y la voluntad de la elite dirigente nacional. Sin embargo, no cabe duda de que nadie les ha hecho el menor caso y el trabajo (mal pagado) de buena parte de la población ha creado una ciudad digna de Gargantúa. En este momento la densidad urbana es la propia de cualquier ciudad oriental, de ésas en donde toda actividad (con predilección por los entierros) concentra a cien mil varones aullantes unos encima de los otros tirándose de las barbas. El simulacro de que la corona de ciudades que rodea a Barcelona no tiene la menor relación con Barcelona, desmentido por millones de automóviles que entran cada día en la ciudad, ha colapsado la red de carreteras y ni siquiera los carísimos peajes (rotundo desmentido a la leyenda de la avaricia catalana) detienen el tsunami humano que trata de llegar a su trabajo cada mañana con la lengua fuera.
Comunicaciones, aeropuertos, electricidad, agua, red de metros, muelles y demás sistemas de circulación de mercancías calculados para un país enano y para una ciudad de misa de doce, dan risa o hacen llorar. Que de ello tenga toda la culpa el malvado y nunca bien definido "Madrit" no se lo traga ya nadie. Ni los secesionistas, desde que han abandonado sus pueblicos y han accedido a una información más rigurosa sobre cómo funciona una región europea. Eso no quiere decir que, en efecto, no haya habido una abulia inadmisible por parte de los ministros que se supone tienen a España entera en la cabeza. Me temo que la tienen por partes y según quién manda en presidencia. En todo caso, ahora es quizás un poco tarde y van a tener que detraer inversiones de todos los azimuts, como dicen nuestros vecinos, si no quieren que la cosa acabe con otro levantamiento de los segadores (els segadors) versión urbana y con botellón Molotov en lugar de la atávica hoz (falç) del himno nacional.
Dicho lo cual y en defensa de la verdad, añadamos que la otra parte de responsabilidad la tienen los políticos catalanes que desde hace treinta años están más preocupados por cómo se peina la gente y si respetan el modo catalán de dejarse flequillo que de las redes eléctricas o el transporte público. Todavía hoy un alcalde de pedanía puede detener un tendido de alta tensión, dos consellers una extensión de aeropuerto y tres diputados de la Generalitat colapsar la totalidad de las inversiones en infraestructuras. El actual Gobierno municipal está a punto de modificar por sexagésima vez el trazado del AVE antes de que llegue. Sin tapujos: en Cataluña no se sabe quién manda. Incluso es posible que no mande nadie.
Los lugares más o menos civilizados a los que nos comparamos constantemente hacen algo más que tener un rollizo club de fútbol. Tienen, por ejemplo, instituciones técnicas serias. Y las respetan. Me pregunto yo si buena parte de los desastres de la Barcelona a les fosques no será que los técnicos han dejado de tener la menor importancia para políticos y empresas y sólo se escucha con exquisita atención a los contables. Llámenlos jefes de marketing, si lo prefieren. En los países normales, una vez se ha escuchado a los técnicos y se conoce la mejor y más barata solución, los políticos están para tomar decisiones y ponerlas en práctica. Me pregunto yo si los políticos catalanes son capaces de semejante cosa. La imagen que dan es la de gente dubitativa, medrosa, influenciable, voluble, contradictoria, confusa y con muy poca autoridad. Todos acaban mascullando: "¿Y a mí qué me cuenta?, yo soy un mandao".
La falta de autoridad obedece a razones profundas. En los lugares civilizados a los que me he referido hay una jerarquía que se establece democrática, económica y socialmente. Luego todos tratarán de saltarse la línea de mando mediante sobornos, corruptelas, favores, amenazas o enchufes, pero por lo menos la cadena está clara. Vean si no estos días al fino Villepin declarando ante el señor juez o recuerden cuántos altos cargos de empresas colosales han mordido el polvo en los EE UU. En Cataluña nadie sabe quién manda y todos suponemos que basta una llamada de teléfono para que de la noche a la mañana se anulen planes, se desvíen trazados, se extiendan aeropuertos por lugares inverosímiles o surjan estaciones de metro en medio de la nada, como esos teatros nacionales construidos justamente donde no hay ni un miserable autobús. Yo he visto aparecer en la autopista AP-7, dirección norte, un aluvión de camiones desviados de Gerona por un alcalde listísimo y vomitados a la autopista justo cuando pasa de tres a dos carriles. Nadie sabe cómo ha sido, pero ahí están, haciendo carreras entre ellos y adelantándose a 0,7 kilómetros por hora. Y todo para no incomodar a los gerundenses con sus ruidos y sus gases. ¡Quién tuviera a ese alcalde!
Si en lugar de construir un país feérico, en donde todo el mundo se parezca a Núria Feliu y a Lluís Llach, nuestros representantes decidieran construir un país real, es posible que se percataran de que una ciudad como Barcelona, en efecto, no puede tener al mando un jefe de asociación de vecinos, como dice tan acertadamente ese hijo de Pujol de vis agitanada. Para lo cual es esencial que se pongan de acuerdo sobre quién manda aquí. ¿Nosotros, quiero decir, los que pagamos? ¿Ellos, los que cobran? ¿La Caixa, Endesa, Telefónica, Iberia, y tutti cuanti? ¿Las inmobiliarias? ¿Los recaudadores de los partidos? ¿La prensa local? ¿Una docena de familias? ¿Los hijos y nietos de esas familias? ¿Woody Allen? Porque lo que hasta ahora llevamos de política catalana nos ha convencido de que quien no manda, pero es que absolutamente nada, es nuestro representante en esta tierra afamada internacionalmente por la invención del Manresa a les fosques. Y no manda porque carece de responsabilidad. Es decir, no se siente responsable de nada y tiene cara de a mí que me registren. Un irresponsable henchido de amor patrio, eso sí.
Félix de Azúa, a El País
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