A la Transición de hace treinta años le están saliendo las primeras canas y quizá por eso ya son múltiples las perspectivas posibles para hablar de ella. Cuando era una niña delicada y admirable apenas nadie discutía nada y la versión era oficial e incuestionable; cuando fue adolescente le salieron algunos descalificadores más interesados en su ruido propio que en argumentar sus descalificaciones (hablo de un mal libro con una idea central aprovechable, El precio de la transición, de Gregorio Morán) y ahora que ya es mayor deberíamos sentirnos con libertad para tratarla como una adulta porque lo es, porque como sujeto histórico ha desarrollado sus propios vicios y sus propias manías, porque el relato que la ha entregado ha heredado inercias indeseables y algunas de ellas directamente falsas. Los hábitos del lenguaje se pegan de mala manera a las cosas, incluidas las cosas históricas, y acaban deformándolas hasta que una nueva depuración o una dieta severa vuelve a describirlas con más exactitud.
Por lo visto, algunos estamos contando una versión de la Transición que no es la de toda la vida y también aquí pecamos de revisionistas y maniqueos. Se pretende que es desleal con el espíritu de la Transición rechazar el área semántica que suele aludir a ella en términos de concordia y reconciliación de los desastres de la guerra, o como el momento desde el cual ya no habría más vencedores ni vencidos. Pero si la Transición sigue contándose con ese lenguaje, la pregunta de emergencia es histórica: ¿Y dónde ha ido a parar la crueldad represiva del franquismo? ¿No estaba en medio de la guerra de ayer y del presente de 1978? A la vista del abuso de la derecha hablando así de la Transición, todavía hoy, uno tiende a pensar que salió tan rematadamente bien que entre todos nos hemos comido cuarenta años de dictadura franquista, de un tiempo histórico que machacó hasta la exasperación que el franquismo fue la victoria de unos sobre otros, que la reconciliación era plena y absolutamente inviable, que nada de lo que pudiera hacer sospechar que los vencidos tenían algo de razón pudiera ser de circulación pública.
Pero además esa definición hace caso omiso de lo esencial en la transición política: fabricar las garantías institucionales para abrir un sistema de participación democrática y libertades civiles que el propio franquismo, y no un mal hado o un aire malsano, había ignorado y combatido sin piedad hasta su mismo final. Si a esa etapa la llamamos Transición es precisamente porque designa el paso hacia un sistema democrático desde una dictadura sin paliativos, una dictadura armada y criminal, con gestores, políticos, administradores y jueces, pero sin partidos ni libertad de expresión ni de opinión ni de reunión.
La Transición en versión reconciliadora oculta en el fondo la realidad del franquismo vivido como experiencia represiva y en la forma un propósito mucho peor: la neutralización de las responsabilidades, la equiparación de culpas a la altura de 1975, 1976, 1977. Y esa sigue siendo una versión miope porque parece resignarse a dar por bueno el franquismo, como si hubiese sido apenas una mala costumbre más de los españoles. Pero es al revés: fue el franquismo el que tuvo que rectificar su posición equivocada porque era reo de culpa democrática y fue ese sistema el que había ejercido una victoria revanchista con abuso estructural de poder en todos los órdenes civiles, políticos e intelectuales. Así que no hay precisamente una gran dosis de gratitud alguna debida al régimen tras la muerte de Franco, como no fuese la comprensión tardía, lenta y hondamente reticente de la necesidad de crear un orden democrático. Concordia y reconciliación son, a lo sumo, los lemas para contar una transición cuando no era posible llamar a las cosas por su nombre, cuando necesitábamos muletas verbales para no decir lo que todos sabían y casi todos procuraron disimular con el fin de asegurar una base posible hacia la democracia: que al menos no fueran las palabras fuertes las que estropeasen un asunto tan complicado y no fuesen a excitar en exceso a los excitables militares golpistas de entonces. Veinte años después no cabe disimular que quien llevaba muy mala vida, necesitada de inmediata y urgente rectificación, era la dictadura franquista. Tuvo la fortuna de contar con la buena fe y las ganas de paz de la oposición democrática. Quien puso el perdón y la indulgencia, quien actuó con magnanimidad fue quien podía hacerlo: la oposición democrática no tenía el poder pero tenía la razón frente a quienes seguían sosteniendo con su esfuerzo, con su buen hacer, con su profesionalidad un tinglado oxidado y democráticamente inaceptable. Antepuso el perdón y la reconciliación a la verdad, y renunció provisionalmente al recuento histórico y documentado de las actividades y responsabilidades de quienes formaron parte de aquel poder, de sus jueces, de su corrupción constitutiva.
Pero haber obviado entonces esas cuentas, como se hizo razonablemente, es muy distinto de negarlas o seguir fingiendo que no existieron y que Fraga no fue nunca franquista, como él mismo decía hace poco, sino un mero colaborador accidental. A la Transición conviene dejar de disfrazarla puerilmente de concordia y reconciliación e ir identificándola como lo que fue: la victoria trabajada y muy tardía contra una dictadura de origen fascista y mentalidad nacional-católica, que fue saliendo de sus propias aberraciones con la ayuda de unos cuantos políticos de casa y con el empuje sacrificado y valiente de una escasa oposición democrática, marxista, democristiana, liberal o comunista. Esa oposición pasó de ser vencida y vejada por el franquismo a ser vencedora y cedió parte de su razón para construir la base de garantías de la transición. Sería alarmante descubrir ahora que aquella magnanimidad de las fuerzas de la oposición valió por una inaceptable absolución del franquismo. Que hayamos empezado a comprender las amargas patologías de la sociedad franquista no significa exonerarla de sus responsabilidades ni, desde luego, de buena parte de su enfermo legado.
Jordi Gràcia, a El País