16 de setembre 2006

F.J.

No toques mi libro


Hace cuatro décadas, Umberto Eco hablaba de dos bandos opuestos en su famoso estudio sobre la cultura de masas: apocalípticos e integrados. Apocalípticos eran los que se resistían a las innovaciones tecnológicas y su uso en la creación artística; integrados eran los que veían estas novedades con optimismo y fe ciega en ellas. El semiólogo italiano criticaba ambas posiciones. Hoy esos dos extremos vuelven a tener adeptos, sobre todo entre los escritores. Hay algunos que siguen escribiendo a mano, en cuadernos, como Javier Marías, quien dice no haber tocado jamás un ordenador. O como Mario Vargas Llosa, quien recientemente manifestó que le horrorizaba la posibilidad de que Internet reemplazara las bibliotecas repletas de libros.

En cuanto a la posibilidad apuntada por Kevin Kelly de que los libros terminen fragmentados por la red, a disposición de cualquiera, como ha sucedido con las canciones en relación con los discos, hay quienes lo consideran una idea peregrina e irreal. "Toda creación literaria implica intertextualidad: '¡En un lugar de La Mancha' era un verso de un romance!", apunta José Antonio Millán, escritor y experto en la cultura de las nuevas tecnologías. "La visión de Kevin Kelly de un mundo de trocitos de texto flotando por Internet, listos para recombinarse, es ingenua y atrasada. Los fragmentos de obras en donde flotan es en la memoria de los lectores y de los escritores, y desde ahí actúan en la creación literaria: no hace falta Google para eso. La biblioteca universal de Google tiene la ventaja de servir para localizar el origen de una cita que no sabemos de dónde viene, pero su fin no será primordialmente literario, sino de referencia, de investigación... En un medio editorial en el que cada vez más libros de pensamiento o de ensayo se publican sin índice de nombres o de conceptos, el acceso a la búsqueda digital puede ser una bendición... sobre todo para quienes ya han comprado los libros, o para quienes están buscando un libro sobre un tema concreto".

Los temores de Updike en relación con el papel del autor en un mercado globalizado tienen algunos puntos reales. Según el escritor boliviano José Edmundo Paz Soldán, profesor de literatura en la Universidad de Cornell, hay que prepararse, en efecto, para el fin del autor tal como lo conocemos hoy. "A los libros les cuesta hoy venderse solos, y por eso las editoriales sueñan con tener autores mediáticos, y algunos escritores caen en la tentación y se suscitan escándalos como el de James Frey: una gran novela, En mil pedazos, es vendida como las memorias del autor, porque eso permite que Frey ingrese en el circuito del talk show norteamericano (Oprah y compañía), que es donde se promocionan masivamente las novedades editoriales", afirma.

"En Estados Unidos, los libros clásicos, los de autores muertos, parecen leerse sólo en universidades. El mundo editorial forma cada vez más parte del hipermercado actual de la cultura. ¿Qué pueden hacer los escritores para resistirse a ello? ¿Quieren? ¿Deben? El circuito del libro funciona gracias a la cadena editores-agentes-autores-medios-libreros-lectores, y si el cambio no ocurre a todos los niveles, las ansiedades de Updike tardarán poco tiempo en hacerse realidad del todo", continúa Paz Soldán.

"Eso, sin embargo, no debería hacernos caer en la nostalgia de que todo tiempo pasado fue mejor. Durante muchos siglos vivimos sin libros y sin la idea moderna, individualista de autor; de una manera algo irónica, quizá los cambios tecnológicos hagan que las sociedades del siglo XXI vuelvan a vivir sin libros y sin autores (o con un concepto muy diferente del autor). Eso no significa necesariamente que se esperen años terribles para la literatura; lo que nos esperan son años de redefinición de lo que entendemos por literatura".

Enrique Vila-Matas

El libro por venir

Adivinar el futuro del libro ante la supuesta amenaza digital es como especular con el resultado que obtendrá el domingo tu equipo favorito. No puedes saberlo, no tienes ni idea y mejor que no la tengas, porque si tu equipo, por ejemplo, va a perder por goleada, es inútil que lo preveas, porque no podrás hacer nada por él, nada por evitar la catástrofe. De modo que lo mejor es no molestarse demasiado especulando. Después de todo, ocurrirá lo que haya de ocurrir. Es más, en realidad el futuro digital del libro ya está escrito, y no creo que en su escritura haya participado yo ni vaya hacerlo.

Me acuerdo ahora de que alguien, hará unas semanas, sin permiso alguno, escaneó y colgó entera en la red una novela mía, editada en Barcelona hacía ya siete años. Pasada la inicial sorpresa y las consiguientes dudas sobre si debía indignarme ante un hecho como aquél, reaccioné tomándolo todo por el lado más pragmático. Recordé que cuando escribí aquel libro, aún no tenía ordenador y, por tanto, nunca lo había tenido guardado en mi disco duro. Me pareció de pronto muy útil tener colgada allí esa novela, porque a veces copio fragmentos de mis propios libros para ilustrar alguna respuesta en alguna entrevista hecha por e-mail. Se trata sólo de una forma de ganar tiempo. A veces, si la pregunta es, como de costumbre, claramente redundante y se interesa por saber algo que la obra escrita explica de forma suficiente, copio directamente el fragmento aquel donde eso se explica. Y es que me siento cercano a quienes, como John Updike, están convencidos de que la obra escrita habla por sí misma y se encuentran incómodos cuando se ven empujados a la fastidiosa promoción del producto, a ejercer de anuncios andantes y parlantes de sus libros.

Como se ve, supe encontrar el lado útil de la espinosa cuestión de ver pirateada en la red mi novela, y creo que de algún modo, con esa espontánea reacción y casi de forma inconsciente, tomé una posición personal ante el dilema que afecta al libro por venir. Y es que puede ocurrir que las grandes cuestiones mundiales se resuelvan a veces de la forma más insólita, se resuelvan discretamente en nuestros domicilios, meditando sin tensiones sobre el asunto, desdramatizándolo mientras, por ejemplo, distraídamente nos disponemos a plagiar en la red un fragmento nuestro, es decir, a asestarle secretamente en privado el golpe de gracia a nuestra propia autoría.

Tenemos derecho a ello, aunque creamos al mismo tiempo, como John Updike, en la necesidad de valorar y cultivar nuestra individualidad, aunque sigamos teniendo fe en los libreros independientes que civilizan sus barrios, aunque sigamos pensando que el libro no es nada si no es "un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar...", aunque siga turbándonos la insustituible y conmovedora relación que existe entre lector y autor.

El discurso de John Updike a los libreros en la convención Book Expo, su encendida glosa a la individualidad me remite inmediatamente a Witold Gombrowicz cuando, nadando contracorriente, decía en 1954: "Es necesario restablecer el equilibrio. En nuestros días, la corriente de pensamiento más moderna será la que redescubra al individuo". Nada tenía Gombrowicz contra el pensamiento colectivo, y menos aún contra la humanidad, pero consideraba necesario restablecer el equilibrio perdido. El texto de Kevin Kelly que ha desencadenado los comentarios de Updike me ha recordado, por su parte, a unos jóvenes amigos estalinistas de la universidad que estaban obsesionados con la idea de aniquilar todo trazo de una posible autoría artística. Tenían algo -o mucho- de comisarios políticos y perseguían con verdadera ferocidad, no sólo a los autores consagrados, sino a aquellos jóvenes de su propio medio que despuntaban con una inteligencia artística claramente superior a la suya.

"Es que tú pretendes ser un autor", era la pintoresca acusación que les había oído decenas de veces. Desahogaban su falta de talento invocando teorías marxistas y reprimiendo con ellas a todo posible embrión de autor. Tenían algo -o mucho- de Kevin Kelly, el hombre que tanto ha alarmado a Updike con su tesis sobre la gloriosa digitalización de todo el saber escrito y la desaparición de los autores en aras de un único libro universal, de un flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante Google: una deformación grotesca de la biblioteca universal que imaginara Borges y que en manos de Kelly se convierte en un espeluznante libro de arena, que a buen seguro provocaría el sarcasmo del escritor argentino. Lo cierto es que si todo eso de lo que habla Kelly llega algún día, estamos perdidos. Pero lo estaremos igual cuando llegue. Y nadie, por otra parte, va a enterarse, porque estará escrito en la arena. En cualquier caso, mientras los libros sigan teniendo rugosos o lisos lomos, habrá vida en la playa y seguiremos buscando cínicamente, lejos de nuestros privados delitos contra la autoría, ese estilo que llega al fondo de las cosas, ese estilo que contiene las desdichadas formas de la individualidad, de la libertad, de la independencia, acaso también de la maestría.

John Updike

El final de la autoría

Libreros, ustedes son la sal del mundo de los libros. Ustedes están en la línea del frente, en la que, mientras el autor se encoge en su fumadero de opio, ustedes se topan -o "interactúan", como decimos ahora- con los singulares y misteriosos estadounidenses que están dispuestos a soltar 20 euros por un libro. Las librerías son fuertes solitarios, que arrojan luz sobre la acera. Civilizan sus barrios. Con mi madre solía visitar las dos tiendas del centro de Reading, Pensilvania, una ciudad que por aquel entonces tenía 100.000 habitantes, y todavía recuerdo su nombre y ubicación: Book Mart, en la Calle Sexta con Court, y Berkshire News, en la Calle Quinta, frente a la parada del tranvía que nos llevaba a nuestra casa de Shillington.

Cuando me fui a la universidad, quedé maravillado por la abundancia de librerías que había alrededor de Harvard Square. Además de Coop y varios establecimientos en los que estudiantes pobres como yo podían comprar volúmenes andrajosos contaminados por subrayados y notas al margen ajenos, había librerías que abastecían a la burguesía, el profesorado, y los estudiantes de élite a los que les sobraba dinero y tiempo para leer. The Grolier, especializada en poesía moderna, ocupaba un lugar selecto en Plympton Street, y al otro lado, en Bolyston, estaba Mandrake, un santuario más espacioso de libros de carácter inusual, diáfano y modernista. En Mandrake -presidida por un hombre de poca estatura y voz queda, con el pelo canoso peinado hacia atrás- había libros ingleses, Faber & Faber y Victor Gollancz, obras con sobrecubiertas puramente tipográficas, tapas duras cubiertas con telas que se deformaban por la humedad de su travesía transatlántica, libros de arte, demasiado lustrosos y caros incluso para mirar, y por supuesto libros de New Directions, con un formato modesto y unos deliciosos contenidos todavía por leer.

Después de Harvard, estuve un año en Oxford, y hojeaba durante aturdidas horas el laberíntico tesoro de Blackwell's, situada en la calle Broad: estanterías de Everyman's y Oxford Classics, y las obras completas de Santo Tomás de Aquino, ¡con cubiertas de papel azul celeste, y en latín e inglés! Luego llegué a Nueva York, cuando la Quinta Avenida todavía parecía estar bordeada de librerías: la señorial Scribner's, con la escalera central y la carpintería metálica de sus balcones, decorada con volutas, y Doubleday's, a unas cuantas manzanas de allí, con una escalinata en espiral que se veía a través del cristal blindado.

Ahora vivo en una esquina que recuerda a un pueblo en una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra en la que hay -¡qué maravilla!- una librería independiente, una de las pocas que sobreviven en el largo tramo de costa que une Marblehead y Newburyport. Pero, al parecer, vivo engañado. El pasado mayo, The New York Times Magazine publicaba un extenso artículo que predecía alegremente el fin del librero y, de hecho, el del escritor. Escrito por Kevin Kelly, identificado como el "inconformista inveterado" de la revista Wired, el artículo describe una gloriosa digitalización de todo el saber escrito. Según Kelly, el plan que anunciaba Google en diciembre de 2004 de escanear el contenido de cinco importantes bibliotecas de investigación e incluir una opción de búsqueda ha resucitado el sueño de la biblioteca universal. "El explosivo avance de la red, que ha pasado de la nada al todo en una década", escribe, "nos ha animado a volver a creer en lo imposible. ¿Puede que la tan anunciada gran biblioteca de todo el saber realmente esté a nuestro alcance?".

A diferencia de las bibliotecas de antaño, prosigue Kelly, "ésta sería verdaderamente democrática, y ofrecería cualquier libro a cualquier persona". La naturaleza anárquica de la verdadera democracia va surgiendo poco a poco. "Una vez digitalizados, los libros pueden desenmarañarse en una sola página, o reducirse todavía más, en fragmentos de una página", escribe Kelly. "Estos fragmentos se mezclarán de nuevo en libros reordenados y estanterías virtuales. Al igual que los oyentes ahora hacen malabarismos y reordenan canciones para concebir nuevos álbumes (o selecciones, como se denominan en iTunes), la biblioteca universal alentará la creación de estanterías virtuales, una colección de textos, algunos de tan sólo un párrafo, y otros con la extensión de un libro entero, que formarán una estantería de biblioteca con información especializada. Y, como ocurre con las selecciones musicales, una vez creadas estas estanterías se editarán e intercambiarán en espacios públicos comunes. De hecho, algunos autores empezarán a escribir libros para que se lean como fragmentos, o para que se remezclen en forma de páginas".

Las repercusiones de este paraíso de fragmentos que fluyen en libertad se abordan con una engañosa improvisación, como algo que cae por su propio peso, una cuestión de afloramiento marxista inexorable. Cuando el modelo económico actual desaparezca, escribe Kelly, la "base de la riqueza" pasará a "las relaciones, los vínculos, la conexión y el compartir". En lugar de vender copias de sus trabajos, escritores y artistas podrán ganarse la vida vendiendo "actuaciones, acceso al creador, personalización, información complementaria, falta de atención (mediante anuncios), patrocinio o suscripciones periódicas; en resumen, todos los pródigos valores que no se pueden copiar. La copia barata se convierte en la 'herramienta de descubrimiento' que comercializa estos otros valores intangibles".

A medida que leo, esto me parece un escenario bastante espeluznante. "Actuaciones, acceso al creador, personalización"; sea lo que sea eso, ¿no nos devuelve a las sociedades anteriores a la alfabetización, donde sólo la persona presente y viva puede causar impresión y ofrecer, por así decirlo, valor? ¿Acaso los escritores no han imaginado, desde los inicios de la revolución de Gutenberg, que en sus textos escritos e impresos ya estaban dando un "acceso al creador" más directo, más proporcionado y más cargado de valor estético e informativo que una conversación no meditada o pulida? ¿La revolución electrónica nos ha llevado tan lejos en el sendero de la celebridad como bien supremo que las obras de un autor, ya sea un volumen o cincuenta, le sirven principalmente como billete hacia la tarima de la conferencia o, ya que incluso eso resulta un tanto jerárquico y distante, una serie de orgías individuales de acceso personal?

En mis primeros 15 o 20 años de autoría, casi nunca se me pidió que diera un discurso o concediera una entrevista. Se suponía que la obra escrita hablaba por sí misma y se vendía sola, a veces sin tan siquiera la fotografía del autor en la solapa posterior. A medida que al autor se le retira paulatinamente de sus viejas responsabilidades de confrontación y provocación indirectas, ha aumentado su importancia como una especie de anuncio andante y parlante del libro, tal vez una tarea mucho más agradable y halagadora que crear el libro en soledad. Los autores, si es que comprendo las tendencias actuales, pronto serán como madres suplentes, úteros de alquiler en los que una semilla implantada por poderosos asesores podrá madurar y, nueve meses después, ser lanzada entre berridos al mercado.

¿Al imaginar un enorme flujo de palabras prácticamente infinito al que se accederá mediante motores de búsqueda y poblado por ingentes y promiscuos fragmentos de palabras carentes de autoría atribuida, no estamos privando a la palabra escrita de su anticuada función de comunicación entre personas mediante invenciones como el alfabeto y la prensa escritos, o, en resumidas cuentas, de responsabilidad e intimidad? Sí, hay toneladas de información en Internet, pero buena parte de ella es atrozmente imprecisa y juvenil, y no está editada ni atribuida. Las maravillas electrónicas que abundan a nuestro alrededor sirven, sorprendentemente, para inflamar el aspecto humano más informal y falto de sentido crítico que tenemos; nuestras pantallas de ordenador nos miran con una especie de gigantesco e instantáneo "¡caramba!", que desarma por su modestia e inquieta por su timidez.

El libro impreso, encuadernado y pagado era -y de momento sigue siendo- más riguroso y exigente con su creador y el consumidor. Es un lugar de encuentro, en silencio, entre dos mentes, en el que una sigue los pasos de la otra, pero es invitada a imaginar, a discutir, a coincidir en un nivel de reflexión que va más allá del encuentro personal, con sus convenciones meramente sociales, su compasivo relleno de tonterías y perdón mutuo. Los lectores y escritores de libros se están acercando a la condición de renegados, hoscos ermitaños que se niegan a salir a jugar bajo el sol electrónico de la aldea posGutenberg. "Cuando se digitalicen los libros", promete amenazadoramente Kelly, "la lectura se convertirá en una actividad comunitaria... La biblioteca universal se convertirá en un único texto extremadamente largo: el único libro del mundo".

Los libros normalmente tienen lomos: algunos rugosos, otros lisos, y unos cuantos, al menos en mi extravagante editorial, incluso están manchados por encima. En el hormiguero electrónico, ¿dónde están los lomos? La revolución de los libros, que desde el Renacimiento en adelante enseñó a hombres y mujeres a valorar y cultivar su individualidad, amenaza con acabar en una centelleante nube de fragmentos.

Así pues, libreros, defiendan sus fuertes solitarios. Que no se aneguen sus lomos. Sus lomos son nuestra prerrogativa. Para algunos de nosotros, los libros son intrínsecos a nuestro sentido de la identidad personal.

05 de setembre 2006

Espacio público

MANUEL DELGADO

EL PAÍS
, 05-09-2006


Concluirá este mes de septiembre la exposición que en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona ha servido para mostrar los trabajos concurrentes al Premio Europeo del Espacio Público 2006, que convoca el Archivo del Espacio Público Urbano. La exhibición -En defensa del espacio público- nos ha deparado una excelente oportunidad para pensar qué quiere decir exactamente "espacio público", un concepto que ha ido ganando protagonismo en las dos últimas décadas, que ocupa hoy un lugar central en las iniciativas y las retóricas a propósito de los contextos urbanizados y que es bastante menos inocente y natural de lo que se antojaría a primera vista.

De entrada, espacio público podría ser un instrumento conceptual que le permitiera a las ciencias sociales de la ciudad agrupar los diferentes exteriores urbanos: calle, plaza, vestíbulo, andén, playa, parque, muelle, autobús..., entornos abiertos y accesibles sin excepción en que todos los presentes miran y se dan a mirar unos a otros, en que se producen todo tipo de agenciamientos -microscópicos o tumultuosos, armoniosos o polémicos-, en que se dramatizan encuentros y encontronazos, luchas y deserciones, reencuentros y extravíos... Inmensa urdimbre de cuerpos en movimiento que nos depara el espectáculo de una sociedad interminable, rebosante de malentendidos y azares. Ese espacio sólo existe como resultado de los transcursos que no dejan de atravesarlo y agitarlo y que, haciéndolo, lo dotan de valor tanto práctico como simbólico.

Para el urbanismo oficial espacio público quiere decir otra cosa: un vacío entre construcciones que hay que llenar de forma adecuada a los objetivos de promotores y autoridades, que suelen ser los mismos, por cierto. En este caso se trata de una comarca sobre la que intervenir y que intervenir, un ámbito que organizar en orden a que quede garantizada la buena fluidez entre puntos, los usos adecuados, los significados deseables, un espacio aseado y bien peinado que deberá servir para que las construcciones-negocio, los monumentos o las instalaciones estatales frente a los que se extiende vean garantizada la seguridad y la previsibilidad. No en vano la noción de espacio público se puso de moda entre los planificadores sobre todo a partir de las grandes iniciativas de reconversión de centros urbanos, como una forma de hacerlos apetecibles para la especulación, el turismo y las demandas institucionales en materia de legitimidad. En ese caso hablar de espacio siempre acaba resultando un eufemismo: en realidad se quiere decir siempre suelo.

Afín a esa idea de espacio público como complemento o guarnición para los grandes pasteles urbanísticos, hemos visto prodigarse un discurso también centrado en ese mismo concepto. En este caso, el espacio público pasa a concebirse como la realización de un valor ideológico, lugar en que se materializan diversas categorías abstractas como democracia, ciudadanía, convivencia, civismo, consenso y otras supersticiones políticas contemporáneas, proscenio en que se desearía ver pulular una ordenada masa de seres libres e iguales, guapos y felices, seres inmaculados que emplean ese espacio para ir y venir de trabajar o de consumir y que, en sus ratos libres, pasean despreocupados por un paraíso de amabilidad y cortesía, como si fueran figurantes de un colosal anuncio publicitario. Por descontado que en ese territorio toda presencia indeseable es rápidamente exorcizada y corresponde maltratar, expulsar o castigar a cualquiera que no sea capaz de exhibir modales de clase media.

Entre esas dos visiones se debate hoy esa nueva disciplina que en arquitectura atiende al diseño de exteriores. Por un lado los imperativos que marcan conjuntamente el mercado y la política obligan al arquitecto a afinarse en la producción de espacios que sean a la vez vendibles y vigilables. Para ello se le tienta con ofertas que pueden espolear su tendencia a convertir la obligación de crear en pura soberbia formal, de la que el producto suelen ser espacios tan irritantes como inútiles. Frente a las tentaciones de una ciudad hecha poder y hecha dinero, el arquitecto puede hacer prevalecer, en cambio, lo que quede en él de voluntad de servicio a la vida, es decir a eso que ahí fuera se levanta y se desmorona sin descanso, la actividad infinita de los viandantes, las apropiaciones a veces furtivas, a veces indebidas, de los desconocidos.

Contemplar el trabajo del Archivo del Espacio Público europeo otorga una cierta dosis de esperanza al respecto. La orientación de los materiales expuestos en el CCCB y los premios otorgados -muelle en el puerto de Zadar (Croacia); intersticio bajo una autopista en Zaanstad (Holanda)- parece apostar por hacer compatibles los lenguajes más creativos con la humildad de propuestas que son conscientes de hasta qué punto dependen de los usos y de los sentidos -sublimes o prosaicos- con que los usuarios acabarán determinándolos. He ahí, pues, la posibilidad de una arquitectura que renuncie a ser lo que algunos quisieran que fuera: un discurso arrogante que pretende convertir al mundo en modelo del que colgar sus diseños, vanidad de la que la que los intereses políticos y económicos sacan provecho. En vez de eso, la línea que se prima en esta exposición parece apuntar en otra dirección: la de un urbanismo que se pase al enemigo -lo urbano-; la de una arquitectura que entiende el espacio público como un ente vivo al que servir, haciendo de él lo que ya es: ese escenario ávido de acontecimientos, dispuesto para que las cosas se crucen y se junten.